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La pantalla desentendida

Una niña con ojos tiernos se debate entre la duda y la esperanza. Su madre, avezada probablemente en los métodos clásicos de crianza donde las historias crean vínculos cercanos entre la fantasía y la realidad, establece un acuerdo ya tácito como las circunstancias con la bioanalista, donde en una esquina departen en una conversación sumamente corta, tan corta que la niña apenas se da cuenta de lo que sucede. La expectativa es que se quede quieta, el pinchazo no duele.

A lo largo de nuestras vidas las experiencias cercanas a la mentira nos encuentran descuidados en cada esquina. El proceso de crecimiento en un país como este, tan alejado de la verdad como las estrellas, por demás incierto, sin que la redundancia sea disculpa, está para nada distanciado de los principios que se nos muestra en las películas que hemos visto desde niños. La ironía con que Bart Simpson remeda al famoso ratón de la “perversa corporación” Disney es tan sólo un bocado. Disney, entre todo el mundo de fantasía creado, le ha hecho un mal al mundo: el demostrarle bajo vericuetos discursos audiovisuales a los jóvenes que el ser “bueno” es lo único que basta para conseguir las cosas. De allí el eterno peregrinaje en la búsqueda de un hada madrina, pudiendo ser ésta cualquier sujeto revelador de villas y castillos, siempre y cuando se pague la debida cuota, y los conllevados y estrepitosos revolcamientos con una vida que no era para nada la que se imaginaban. Pura prostitución.

¿Qué representa el cine hoy por hoy para los jóvenes? Un mundo lleno de mentiras y de inexactitudes que a su vez se contrasta con otro, menos efímero y más cruel que muestra una realidad pocas veces vistas y que de alguna manera termina por negar todo lo anterior. El tira y encoge es para ir a un psiquiatra de por vida. Esa representación de una juventud banalizada, donde se destacan los rasgos físicos y rara vez la inteligencia, donde un César Augusto pasa por encima de las reglas establecidas y que permiten un orden primario que de una u otra manera, nos guste o no, define el estatus mínimo de convivencia entre una especie tan conflictiva como la nuestra. ¿Quién puede identificarse con el personaje interpretado por Megan Fox en una película tan belicista y machista como Transformers de Michael Bay? ¿Qué clase de película es Crepúsculo, que muestra una diversidad de desviaciones salidas del mismo guión y que establecen una relación casi suicida entre sus dos protagonistas por no tener la oportunidad, quizá por algún miedo interior muy profundo, para entregarse al sexo descontrolado y adolescente? ¿Es esa la verdad o es más representativa en películas como Amores Perros de González Iñárritu, donde el amor, ese que se nos pinta en la televisión, adornado de flores y contenido en un frasco cristalino de miradas ardientes y compasivas, vale tan poca cosa?

Venezuela, un país donde uno de los baluartes nacionales más apetecibles es el concurso de Miss Venezuela, de donde salen mujeres capaces de arrastrar por el piso a escritores como Rómulo Gallegos, sólo porque tienen el chance ante una cámara sin que les remuerda la conciencia, o grupos organizados levanten sus gritos de protesta y la despojen de algo más importante que su ropa. Un país que se da el lujo de pensar en Osmel Sousa como próximo Presidente de la República, tal vez por la necesidad extrema de maquillar la nación de sus moretones sangrantes, o de desglosar ante un panorama político el verdor de la experiencia publicitaria con tintes de salón y alejados lo más posible de la razón. ¿Qué le ofrece el cine a los jóvenes para defenderse? Un James Cameron que acaricia la superficie inagotable del problema sin solución real y perdurable en el tiempo, porque somos capaces de ir a una Pandora con nuestros extraordinarios avances tecnológicos, pero que forzosamente tenemos que devolvernos a la raíz de la vida para encontrarnos a nosotros y nuestros remedios, como quien se pierde en un centro comercial y se devuelve a la puerta de entrada.

Pero hay cine de inteligencia, que también asusta, y lo hace porque rompe demasiado con valores tal vez caducos en una sociedad tan dependiente de la conservación de los paradigmas. Juno, de Jason Reitman, habla de una adolescente más que madura que establece el sentido muy práctico de traer una vida al mundo por un desliz. Entregarlo en adopción y verse inmiscuida en la madeja emocional de una pareja que no tiene la suerte – que no lo es tanto para ella – de tener hijos. Pero Juno asusta porque su final, tan de comiquita, permea un plano general de los dos adolecentes que engendraron una vida, en una canción cuasi infantil como si nada hubiera pasado. Qué pudo representar La Naranja Mecánica de Kubrick en la década de los setenta sino el arrinconamiento del futuro en una sociedad hipócrita que permite que un joven que raya en lo psicópata como el personaje de Alex y su apariencia tan de maniquí alcance la cúspide. Qué esperaba Francis Ford Coppola en su icónico final en Apocalypse Now cuando, según sus palabras, el legado dejado al joven soldado, que esperando ser el ciudadano del futuro, abandonara aquel campamento perdido sin un arma en la mano después de la brutalidad, del horror.

Este es el mundo en el que me imagino frente a una hermosa mujer que apenas roce los veinte años y me pida concejos sobre cómo ser actriz- como si tal cosa fuera posible -, tan envuelta en su inocencia vencida, buscando en mí tal vez la respuesta que ella misma sabe, que sin ser la verdadera es la que le gusta. Que ser actriz, ser parte de ese mundo no comienza en una sala de operaciones donde se le aumenten el tamaño a sus atributos o se le disminuyan los defectos que no puede por sí misma desaparecer, tal vez por falta de voluntad, y que la varita mágica del hada madrina de Disney en nuestros tiempos visionarios sea el bisturí. Tendré, dentro de esa característica tan mía de ver más allá del fondo encumbrado de la gente, que reír hacia dentro para no ofender con mi ironía, y preguntarle – digo yo, por hablar pendejadas – cuántos libros se ha leído. Esa mujer vaticinada en mi profética palabra hablará pestes de mí hasta el día en que le dure la piel firme y tersa, como lo establecen los cánones del cine actual.

J. Gregorio Maita

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