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Hecatombe

Hemos, como siempre, tenido la duda del acto. Como un color difuso, restregado en el agua. Por cierto, cae la gota.
-Será que alguien en esta mierda tendrá la amabilidad de cerrar bien la llave del lavamanos. Estoy tratando de descansar.
-Si jefe.
-Si jefe, si jefe. Parecen una cuerda de…
Sentía el mal humor. Había sudado como mono desde que se fue la fase 220. La compañía de electricidad pide disculpas “a todos los vecinos por las molestias causadas”.
-No me digan – ve el letrero de la calle desde un hueco en el piso. Se suponía que instalarían una llave de paso nueva para evitarse el problema del agua cuando las tuberías se rompen.
Postrado de lado en el sillón, el traje y la corbata. El bigote de
-Está listo jefe.
-Coño. Qué bien.
Se levanta. La calva mojada repasada por las palmas de las manos. Entra una brisa fresca. Él sonríe por el momento del no sé qué le pasa al clima. Sí; piensa que la gente vive aquí por puro masoquismo. Le da una palmada al empleado y le dice paternal: Yo tenía una profesora, ecuatoriana ella, muy simpática, con el cabello largo, como deben tenerlo las mujeres. Pero por sobre todas las cosas muy, muy profesional en su trabajo. Sabía bastante de lo que tenía que saber, no sé si me explico.
-Sí señor.
. No me interrumpas – manotea mientras habla -, pareciera que tú mamá no te enseñó las normas del buen hablante de carajito.
-Sí lo hizo señor ella era maes
. Te estoy diciendo que no me interrumpas – manotazo en la cabeza acompaña el bla bla bla – gran carajo. Ella decía, como buena quiteña, que si esta ciudad tuviera diez grados de calor menos, estaría súper poblada.
Una explanada, un piso ruin, una ventana hecha añicos, una visión de la ciudad malquerida y bendita se extendía a su visión. Que Dios la perdone por los hijos que tiene y que ahora sonríen viéndola desde lo alto.
El jefe esboza una sonrisa.
-Me estoy dando cuenta que de este lado como que sopla más el viento que de aquel lado.
-Por eso yo siempre me siento de este lado jefe.
-A sí. Ahora te jodiste.
-Jefe.
-Sí, ya sé. En lo que terminemos me pasas el sillón de aquel lado para acá – insiste con el de allá para acá varias veces.
-Tenemos aquí a los dos.
Un pasillo de amplia luz natural y pequeñas estelas nebulosas de cemento. Una habitación al final de una escalera cuya oscuridad le daba la sensación de ser enorme. Una sola luz colgaba de un bombillo fluorescente. Una línea imaginaria se desprendía de la luminiscencia blanca haciendo perpendicular la separación exacta entre dos hombres sentados, uno con la boca sellada por varias vueltas de tirro de plomo, ambos atados a sus respectivas sillas. El de la izquierda – el enmudecido – se notaba preocupado. Sus ojos miraban desorbitados de un lado a otro y mugía dentro de su mudez impuesta sonidos inteligibles. Apretaba los puños y seguía en su intento inútil por expresar su “descontento” con la situación incómoda. Se veía elegante entre las manchas de sangre dispuestas de manera desordenada desde el cuello de su camisa hasta abajo, casi llegando al ombligo. El otro, poco menos que interesado en la caja de cigarros que el jefe deja salir del bolsillo de su blazer. Lo veía de arriba abajo pensando en quién sabe qué. Aquél, de mirada displicente, se acomodaba entre los labios el cigarrillo, y encendiéndolo lo dejó sostener entre sus dedos dibujando círculos como queriendo completar una idea.
-Estos son.
-Sí jefe. Estos son.
-¿Y por qué le taparon la boca a este – señala – y a este – señala – no?
-Porque este de aquí se resistió, y como usted dijo que no había que maltratarlo mucho…
Levanta la mano y calla el otro que explica… Se devuelve en la mirada al pobrecito ensangrentado mientras sigue esparciendo humo por su espacio. Dice entonces: Tú como que tienes cara de hablar muchas pendejadas. El indicado afirma con la cabeza, y continúa con
-Eso no es bueno. Hasta ahora el que tiene más chace de salir de aquí es él, que si bien no tiene cara de decir güevonadas, tiene cara de pendejo.
-Yo ni siquiera sé que hago aquí.
Da una señal el jefe. La silla por favor.
-Eso es bueno tenerlo en cuenta – se sienta -. Uno por lo general en este negocio trata de no mantener informada a la gente porque no es la idea. No creo que el mérito de la gente sea precisamente darle las respuestas. Por eso es bueno que preguntes, otra cosa es que te responda – succiona -. ¿Tienes idea de quién es este señor que está aquí?
-De pana que no.
-¿Y no te interesa saberlo?
-De pana que no.
Ríe el que entrevista. El subordinado – volvamos a la imagen clásica del hombre grande y corpulento con escasas aptitudes intelectuales – ríe ante la mirada cómplice de su jefe.
-¿Por qué no habría de interesarte? – vuelve sobre el de la derecha.
-No sé. Yo estoy aquí y él allá.
-Pero tampoco es que están lejísimo.
-Pero a mí no me pasó lo que a él.
-Y no quieres que te pase lo mismo.
-No. Pa` qué.
-Bien. Deberías pensarlo un poco mejor. Sea como sea él está sentado al lado tuyo – se voltea brusco -. ¡Será posible que dejes de joder por un momento mientras hablo con el señor aquí! Lo que te pasó al principio fue sólo eso; el principio.
(Imaginarse a una persona murmullando cosas con el sentido escaso que le da a la palabra unas varias vueltas de tirro en al boca)
-Ajá. ¿Usted ve lo que estoy diciendo? Yo me considero sensato. No tengo manera de pelear con ustedes, sé que pueden hacer conmigo lo que quieran así que trato de quedarme tranquilo y sin molestar mucho.
Voltea a la derecha repentino: Cállate un momentico por favor.
Iba dando un paseo – eso parecía - como cualquiera. Las aceras, en el desarrollo normal, estaban repletas. Se sentía, dibujada en el estertor, el latido de la ciudad, lata de humo, espacio abnegado, un olor de autobús, un frío continuo de amanecer, y la seca expectativa. Se levantaría a eso de las seis y cuarto de la mañana con el cabello pendiendo de la frente mientras abría los ojos con el esfuerzo adicional de la luz que se desató por la ventana. Los pasos alargados por el despertar sucumbían al espeso cuero de las botas. Su apartamento: un espacio dedicado a la vagancia. Sus cuadros, pinceladas amorfas. En su sala-comedor-taller-cocina-habitación se notaba la presencia casi enfermiza del color gris. Turbia, turbia. No había exclamaciones propias del ring consolador del teléfono que le recordaba, cuando lo tuvo, que estaba vivo, y que remediaba las salsas en las que se convirtieron sus novias con canciones de alicante. Cepillábase los dientes con jabón en un baño sin espejo. Era feliz. Se conformaba con la vida del paseo que abajo tronaba inquietudes con los caminantes zombis llenos de bolsas y garabatos por caras. No le preocupaba el dinero pues aún podía vivir de la abundancia que experimentó tiempo atrás, gracias a exposiciones enteras que dedicaran en su nombre a la expresión genial de un Nuevo Impresionismo Venezolano – quién sabe cómo se come eso. Se largaría para siempre de los problemas que daban la convivencia y el amor al prójimo. Alcanzaría la maldición cuando en medio de un altercado se asomara tan solo para darle una miradita a lo que ocurría en la puerta del edificio. El que ahora conoce como el subalterno sujetaba con fuerza a un hombre que parecía gritar – abría la boca y la tensión de su garganta reflejaba las líneas moradas de las venas – pero al que nada se le podía escuchar. Sí, escuchó voces que bajaban las escaleras y que se escuchaban cada vez más cercanas. El hombre corpulento y enorme también escuchó.
-Tú. Ven para acá.
Permanecía la complacencia de la curiosidad. Porque parecía ser extraño como se movía por una extraña influencia a la cual determinaría como pasividad, pues el término resignación se le hacía humillante. No opuso resistencia. No vio armas o algún objeto amenazante. Sólo esa extraña sensación de querer caminar e ir hacia donde lo mandaban.
-Sabana Grande – en tono de despedida.
El otro, al que el hombre enorme estaba sujetando y que sentaron a lado suyo en un automóvil rojo con papel ahumado parecía decir Ayuda, pero no se le escuchaba nada. Entonces el subordinado le lanza el puñetazo que le rompe la nariz. El otro lamentándose se lleva las manos a la cara.
-Se te pasó la mano – el jefe recrimina.
Aquél pobre insensato tronaba en su cabeza la descripción exacta de su deber, eso por lo que le pagan.
-Yo fui a donde usted me dijo que fuera. Era un edificio pequeño con las características tal cual usted me lo dijo. Abro la puerta y no hay nadie en la vigilancia, sólo este señor que era en principio a quien debíamos traer. Entonces cuando me vio, soltó un brinco, que hasta soltó el periódico que estaba leyendo allí sentado en una silla.
-No me digas el color de la silla, mamarracho.
-Entonces justo cuando estaba tratando de hablar con él, de decirle que se quedara tranquilo que el asunto iba bien, entonces se puso a escupir. Al primer escupitajo lo volteo y lo estrello contra la pared – hace mímicas de la acción emocionado – y fue cuando por obra de la providencia veo que baja este de aquí – señala – y fue cuando pude pedirle a los otros que me ayudaran con este.
-¿Y este de aquí no te dio ningún problema?
-En lo absoluto. Y lo del otro no fue la gran cosa.
-¿Sí? Yo debería romperte la nariz a ver si no te parece la gran cosa. Y con usted – ahora con el herido -, eso de escupirle a la gente es de mala educación. Mi mamá siempre fue una mujer a la que le encantaba eso del protocolo y toda esa paja loca. Nos daba a mí y a mis hermanos aquellas palizas cuando alguno se le ocurría sonar, usted sabe, el cubierto con los dientes o poner el codo sobre la mesa. Yo en lo particular soy muy estricto con toda esta tropa de pendejos que, para bien o para mal me toca comandar, y no es que seamos una milicia o nada parecido. Por eso nosotros somos los mejores en nuestro trabajo, por ser particularmente educados. Si quisiéramos matarlo no somos de aquellos que torturamos a la gente, en primer lugar porque nos parece no sólo un malgasto de energía, sino de tiempo. Y siempre queda la posibilidad de que la persona en cuestión escape, y si lo torturáramos, en el proceso judicial eso se vería muy mal ante un juez y entonces el asunto se complica más de lo que debe. Nosotros, y esto es una consideración mía muy particular, somos desde este punto de vista, bastante amables en comparación con otros grupos de choque, por así decirlo. Pero en esta ocasión, y quiero que se fije bien en la posición en la que se encuentra su compañero de al lado en estos momentos. Él tiene todas las de ganar, precisamente por facilitarnos el trabajo y entender que, como profesionales que somos, tenemos deberes que cumplir a cabalidad. Por eso este muchacho grandulón que usted ve aquí y que le rompió la nariz ha sido exculpado de cualquier responsabilidad, en lo que a mí respecta, por su actuación.
-¿Pero eso no sería lo más natural?
El jefe lo mira. Hablaría de más. A diferencia de otras partes en el edificio, esta habitación encontraba el frío a bocanadas de aire que no se sabía de dónde salían. Repetiría, en su afán por alargar el tiempo, la condición de entrevista en la que se había convertido este preludio.
-Eso es también muy cierto. El asunto es que no estamos hablando aquí de lo normal, o en este caso de lo común.
-¿Debería él entonces dejarse matar?
-No. Debería usted condenarlo a muerte.
-No entiendo.
-Se lo explico – acomoda sus nalgas en el asiento -. Este hombre que usted ve aquí es, para decirlo de manera más clara, es uno de los jóvenes herederos de una de las más grandes fortunas, no sólo de este insignificante país, sino del mundo. Y nos vemos todos a las caras y pensamos que esto es completamente ridículo, y que eso no debería ser así, porque no es posible, y permíteme recalcarlo, no-es-posible que un joven con una riqueza tan impresionante, si sabe a lo que me refiero, haya sido secuestrado por una cuerda de maltrechos malhechores, por no decir alguna otra expresión denigrante, de una manera tan fácil. Y yo tendría que responderle que el mundo no es lo que parece. Este joven que usted ve aquí podría, si quisiera, salvar muchas vidas. De él dependen no sólo familias enteras, sino economías de países tan pobres, que con tan sólo soplar el viento se caerían de manera tan estrepitosa que no habría forma de salvarlos. ¿No sé si nos estamos entendiendo?
-Sí.
-Entonces. Lo que ocurre aquí no es más que un pequeño artilugio que maquinó un señor muy importante y que no vale la pena decir quién es, por aquello de la confidencialidad. Entonces me dirijo a usted con la siguiente pregunta. ¿Sería usted tan amable de sacrificarse para permitirle a este futuro heredero salvar a toda la gente que tiene que salvar?
-No entiendo.
-No sé porqué no habría de entender si tan claro se lo puse. Usted se pega un tiro, o alguno de mis muchachos se lo da y con esa acción usted le permite a este señorito que está aquí ser un héroe. Una especie de mesías capitalista.
-Eso es serio.
-Claro que es serio. Uno de los dos va a salir vivo de esta mierda. Eso es serio. Y para hacerlo más serio aún, le voy a dar cinco minutos para que conversen a ver a que conclusión llega para ver si me da tiempo de almorzar en un restaurant que abrieron hace poco, y que es…
Se lleva la muñeca al frente de la cara. Confirma la hora y chasquea sus dedos y se retira por la escalera. Las luz blanca parpadea en los momentos, como tocando los segundos que faltan. Al fin se apaga, y el de la derecha queda con el de la izquierda tratando de entender en sus murmullos, en los sollozos, una señal clara que le permita cerrar la idea desde la interrogante del jefe.
-Pana, pana – qué quiere que le responda -. Coño panita dime algo. Qué coño voy a pensar yo. Yo no sé quién eres tú ni qué carajo estabas haciendo en mi edificio. Ni siquiera sé por qué coño estoy aquí. Chamo dime alguna vaina, no sé, una señal. Coño esta mierda si es oscura. Por lo menos – grita – hubieran dejado la luz prendida y le hubieran quitado el tirro de la boca al pana pa` que por lo menos se defienda. ¿Qué hago entonces? Dime tú porque yo no sé un coño. Verga, yo no sé quién me mandó a pararme hoy.
El mundo es mundo por lo verde, por su amalgama de signos y diluvios provocados por la beligerancia de sus conceptos. El mundo es mundo por el calor y el frío, y más allá, por el conflicto perenne entre ambos. El mundo es mundo por los colores de la vida y los sabores de la muerte, y por la cantidad de preguntas sin respuesta, y además, por la cantidad de respuestas sin preguntas.
-No me jodan pana. Yo ya me gané el cielo. A mí que me digan cobarde o como les dé la gana. ¿Tú sabes lo sencillo que es la vida que uno debería tener? Ese soy yo que me la pasaba de lambrucio con mis cuadritos y toda esa paja loca. Me compraba todo lo que me daba la gana, porque no voy a decir que yo era maloso. No, nada de eso. Yo sí sé como es mi vaina. Coño, pero esto. Ya yo estaba de salida pana, yo lo único que estaba esperando era que el mundo se olvidara de mí. Me iba a ir directo para Caripe. Yo me imagino que tú no sabes dónde queda eso, porque tienes cara de que has ido para todas partes, menos para los pueblitos de acá. Yo tampoco he ido, pero me han dicho que es una frescura, que se vive tranquilo y con el friíto y todo. Y no con ese calor de ñoña que lo satura a uno en la calle. Qué carajo. Yo sí hablo güevonadas.
Encienden el bombillo. Bajan los pies que una vez subieron al grito de: Espero que hayas tomado una sabia decisión. Claro, un apretón de dientes con la mandíbula rabiosa, sí, por el mal rato y por la responsabilidad – grande – de tener la vida de un completo desconocido.
-Usted sabe como es la vaina…
-Sí – mira al pie del último escalón – lo sé, y por eso es que ustedes están aquí.
-Yo, y lo voy a decir bien claro, no voy a sacrificar mí vida por una persona que no conozco. No puedo tan solo dejarme llevar y tomar una decisión, que de paso me parece la cosa más horrenda del mundo, teniendo únicamente la palabra suya. Esa vaina no es así.
-Pero lo es – encoge los hombros y estira los brazos; se le ve tranquilo.
-¡Coño pana! Yo no puedo dejar que me maten, y tampoco quiero que lo maten a él. ¿Qué coño quieren que les diga?
-Si eres tú o él. El asunto es sencillo. Si quieres te ayudo.
Se deja ver la primera arma, que se desliza por el aire en la mano del jefe como martillo. Apunta con la mano liviana, tersa, sin sudor ni temblor aparente. Dispara a la rodilla del hombre de la izquierda. Se retuerce del dolor. El jefe vuelve su mirada y deja escapar una sonrisa mientras el de la derecha abre sus ojos y siente que por primera vez escucha con claridad algo de aquellos gritos reprimidos de dolor.
-¡Pana, qué animal! Chamo eso no se hace. ¿Qué quieres que te diga entonces? ¿No y que ustedes eran muy educados y verga y que no se metían con la gente así? Mátalo, pero hazlo de una, no lo mates de a poquito tampoco.
-Te voy a decir algo – llama al… -, no lo voy a matar, ni a él ni a ti. Por fa, quítale el tirro de la boca que quiero que me pueda contestar a lo que le voy a decir.
El hombre enorme le arranca
Esto que acaba de pasar es sólo una demostración de cómo son las vainas. ¿Tú quieres luchar por el bien de la humanidad? Échale bola, pero no creas que a la hora de la chiquita la gente te va a responder diferente a como lo hizo este güevón que tienes al lado. Eso era todo lo que tenía que decirte tú papá – responde el interpelado con ojos acuosos y mirada turbia -. Tú, cárgalo y llévalo a una clínica para que lo atiendan. A este me lo dejan aquí hasta nueva orden.
Imaginaba un televisor puesto en la silla frente a la escalera. Bajaría una persona caritativa religiosamente en las horas de comer. Viviría el resto de su vida, que no sería mucho, viendo en las noticias como un hombre joven, que cojea y usa un bastón negro con una aza cromada, dirige una de las corporaciones más importantes del mundo al lado de las élites dirigentes. Vería a pueblos enteros morir poco a poco, y de vez en cuando, como a eso de las siete de la noche, se sentiría algo culpable.
-Mejor no – se devuelve el jefe, que se agacha en relajada paz con la pistola y le dispara al güevón en la cabeza -. Y en lo que regresen quiero que limpien este desorden y laven el mierdero – iba subiendo las escaleras -. Y a ver si le ponen más luz a ese cuarto, que de vaina uno puede ver lo que está haciendo.
Se apaga la luz que dejaba ver un rastro de sangre que viva se escondía debajo de la escalera. Y había, como siempre, la certeza del acto. Como un color difuso, restregado en el resplandor que se vaciaba en los escalones. Por cierto, cae el hombre otra vez.

José G. Maita


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