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Lo hicieron por última vez sin ganas. Él, motivado por una necesidad interior recordaría los viejos tiempos reviviendo a un viejo amigo. Ella, destapada en su característica estimulación del trabajo sacrificado, comedido y bien pagado, había intercambiado la falda por los pantalones por lo que inequívocamente se sentiría más. El proceso de adulación comenzaría a eso de las siete de la mañana, en medio del marco de la puerta, con interiores de dos días, comida entre los dientes y una incontrolable picazón en la entrepierna. Ella vería de reojo la intención de él, quien sin ocultar que su maliciosa intención le haría una seña que la conduciría inevitablemente a la habitación. El cuarto de ambos era de un gusto sutil al de un acomodado matrimonio de clase media. El contorno de colores pastel, una cama enorme envuelta cuidadosamente en un edredón hecho cuadros alternados entre azul y verde en distintos tonos, una luz fluorescente cuyo brillo a veces se debilitaba en las noches cuando el hombre encendía todo su aparataje tecnológico arrinconado en el consuelo que le quedaba detrás de la cocina, mientras la mujer, examinando los horarios y rutinas de su esposo terminara más de una vez masturbándose sin que se diera cuenta el otro, con todo y el espectáculo que le daría una porno en el televisor de 29 pulgadas. Pero esta vez no había tiempo circunstancial sobre el cual determinar si en algún momento el asunto terminaría bien, pues el hombre tomaba por los hombros a la mujer que sumisa entregaba lo poco de ganas que tenía en cuatro patas con los ojos abiertos a la pared sin emitir sonido alguno, mientras al fondo se emitían palabras malsonantes de estimulación temprana como puta, y preguntas necias como ¿Te gusta?, entre otras tonterías. Cuando llegó el momento de terminar – para él – le pidió que amablemente sostuviera al miembro con su mano pequeña y trémula, a lo que ella se negó rotundamente pues consideraba que ya había perdido tiempo valioso y que llegaría tarde por su culpa. El tanto nadar para morir en la orilla se refiere al retrato de un hombre terminando de hacerse la paja frente al lavamanos mientras escucha el portazo de la mujer que se va sin mirar para los lados. Es triste, pensaría una vez limpio el pegoste, y se sentaría a tomar nestea apoyado en el medio muro del balcón, mirando la ciudad indiferente, llena de grises y sonidos diversos, gente que entra y sale del edificio... Su cara, como poema, describía la frase de se acabó en tonos vacilantes dentro de su mente algo aturdida. Encendería la televisión en momentos de ladilla desesperada y lo apagaría cuando una brillante idea – salir a la calle a hacer no sé qué cosa – llegara sin rechistar, hasta que una pequeña emulación de reflexión lo trajera de nuevo al punto de partida, pues había que examinar cuáles eran los beneficios de salir con esa pata hinchada. “Mira, ¿será que me puedes depositar algo que quiero salir?” Tenía que esperar a que llegara al trabajo, se conectara a internet, y con sorna y descaro se pusiera a hablar con quien sea para darle largas al asunto. Volvería a llamar para confirmar la transacción, y la esposa, con voz de fastidio le dijo que esperara porque el jefe la solicitó con carácter de urgencia en su oficina, que en lo que se desocupe hace la transferencia para que se vaya para dónde le dé la gana. Qué más podría hacer sino consumirse en la resignación, sentarse a ver algún programa de concursos o alguna de esas estupideces que emiten a esa hora de la mañana para aturdir a los televidentes con un poco menos de cultura y nivel intelectual. “Mejor veo una película mientras a la guevona esta le da por mandarme la plata”. Le manda un mensaje de que por favor se apure, que él le paga cuando tenga real, a lo que ella responde que cuándo será eso. Le contesta tranquilamente que algún día llegará el día en que le pagará todo lo que le debe. Aquella se ríe, sin pesar, pensando en los días previos a su maldito encuentro, en un boulevard de piernas alegres donde sin querer se tropezaría con semejante individuo. Sí, ella entiende que él no era así sino cuando le dio por ser un soñador ecléctico que demostraría menos talento que el imaginado por sus antiguos ojos amorosos. Pero la oficina estaba full de papeles, estragos de burocracia por todas partes, y el nuevo jefe – que asumiría su cargo recientemente, entre disturbios y calentamientos de calle – tenía la misión de ordenar, para luego irse y que otro desordene lo que había ordenado previamente para así volver como el becerro a la teta a ordeñar lo que había ordeñado tiempo atrás. Entonces, la visión se le nublaba entre la rabia que le daba el sexo patético, el marido inútil en la casa presionándole los botones, y el jefe encima de ella como si fuera a darle un hijo. En eso, medio desesperada por todo aquello, decidiría darle la clave para entrar. Era un número mágico que recordaría lo que fue al principio, cuando él abrió la cuenta con sus reales y ella ennegrecida por la inactividad tomaría el hecho como un contrato de matrimonio. Al dárselo a su marido, este haría lo que tenía que hacer sin mucho alardeo y por el monto exacto. Era honesto el pobre, ni un centavo más ni uno menos. Pensaba ahora en la travesía desde al ascensor dañado que bajaría las escaleras llenas de chicle añejo y cruzándose con otros seres tan ladillados como él que reían circunstancialmente a cada paso bajando escalones. Se cruzaría en su mente una idea trascendental, entre algoritmos antirítmicos de poca consistencia sobre su vida mundana. Prepararía la página mental al entrar al cyber – para no dejar registro en su casa - con la cabeza viendo para otro lado menos al frente. Chocaría – literalmente – con el mostrador de vidrio traslúcido que reposaba frente a la muchacha – bien bonita por cierto – que entre sonriente y distraída le diría que la hora de internet está en no sé cuánto, y que la máquina seis está disponible. Una mueca se le asomó cuando vio aquello, pues su costumbre desde los tiempos del lujo bien pagado le permitieron alejarse de esos menesteres, y el muy orgulloso brillo que le producía el sentarse frente a semejante esperpento tecnológico – en comparación al de él – se le transformó en sorna. Empezó por revisar el correo – suyo – a ver si por si acaso algún milagroso conocido de sus tiempos de gloria volátil se acordaba de sus hazañas y añoranzas. Tragó hondo por la preocupación cuando vio la bandeja de entrada vacía desde hacía más de una semana. Al salir juguetea con sus dedos delgados, respira, piensa otra vez en la combinación posible, y vuelve a pensar, negativo, en las tantas veces que había hecho esto con la cuenta corriente del papá, cosa que rara vez funcionó. Pero el tiempo, alguna clase de superposición lunar se le atravesaría en el ascendentedescendentesignobuenomalo con el que sin perder tiempo se le abrió ante sus propios ojos el mail de su mujer que tan pobrecita ella, había de olvidar por los próximos minutos. En la oficina el nuevo jefe machaca que machaca órdenes de los desórdenes habidos y por haber, donde su contorno verde mar se hace traslúcido y brillante como la gota que baja y se alinea con el sol y le brilla el ojo al marido entrometido que jurunga lo que no debe jurungar. Se detiene en un nombre desconocido a que la pregunta, necia al fin, le responde sola: “Raúl, cómo me gustaría estar contigo nuevamente – la fecha no era reciente – pero no creo que sea el mejor momento para seguir con esto. Cada vez que vienes para acá y nos encontramos la pasamos de lo mejor. Y sí, eres el mejor hombre y amante que he conocido, pero todavía me queda algo de respeto por mi esposo y tengo que tenerle cierta consideración porque no está pasando por un buen momento”. Otro que decía: “Como que hiciste un curso en la selva. Estuviste salvaje. Para la próxima avísame y te pongo en contacto con mi jefe, tú sabes, el propio, para ver si te ayudo a mejorar tus conexiones en este país”. Ya claro todo más o menos de cómo iba la vaina suspira el hombre. Alivio, se le ve en la sonrisa desplegada como bandera uniforme al viento de la discordia resuelta y que como ráfaga se le prende. Decide pues reenviar los correos de Raúl a todos los entendidos de la lista de contactos y alguno que otro colega periodista por si acaso. En la noche, en medio de sus fantasías absurdas de juego de video, internet y otras desviaciones llega la mujer con cara de perro, saludándose media hora después, en medio de una cara irónica que le pregunta cuándo va a utilizar sus contactos para conseguirle un trabajito en el gobierno. “¡¿Ah?!” responde como haciéndose la sorda, pero no era eso cuando le responde que más de una vez ella ha intentado convencerlo de que un trabajo de quince y último es lo que necesita, que no hay nada de malo en eso. Mi vida por un cestaticket, dice quedo y se va. Aquella responde entre dientes Vete pa` la mierda y se voltea. Duermen como lo han hecho en los últimos días, de espaldas el uno al otro, y el día amanece como si nada. A eso de las siete la llama una amiga medio histérica que le dice marica entre otras cosas medio dormida que medio entiende de un no sé qué en las noticias que salga porque se está jodiendo la vaina. La vinculan con un jefe guerrillero recientemente asesinado en un bombardeo en Ecuador, y la denominan puente de conexión fundamental entre éste y el gobierno venezolano, por lo que este último tendrá mucho que explicar cuando salga la señora y la detengan sin mucho descuido en la puerta del edificio de su casa, mientras su marido absorto en la ventana la ve sin perder detalle del asunto. Suena el teléfono.
-Aló.
-¿Ya agarraron a tú mujer?
-Sí. Justamente ahora se la estaban llevando.
-Marico, pinga e peo. ¿Cuánto tiempo vas a dejar que esto corra, chamo? Mira que esto es delicado. Es una vaina de proporciones internacionales.
-No sé. Hasta que me aburra de verla en las noticias.
J. Gregorio Maita

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