Ahora, en plena fiesta bicentenaria, Guayana y su octava estrella alumbran. Esta región en contemplativa observación, no digamos como alternativa no-petrolera, como cúspide turística, y ensalzada, cual princesa a la postre de un lento, pero lentísimo desarrollo, se encuentra más que nunca a la víspera de la reflexión.
Y es que para los venezolanos a veces el reflexionar significa doblar algo más que las rodillas. Valga decir, el anciano orgullo patriota, que en dosis adecuadas colma de pasión los corazones y despierta en el más inerme el valor necesario para levantarse todas las mañanas, ciega frente a nuestros ojos, como la penumbra, el abismo. Pero el pensar en el pasado que se ve tan lejos en el almanaque y tan cerca en la significación filosófica, tan momentánea y natural en nosotros que nos tardamos unas cuantas decenas de años en comprender para tratar de comprendernos, que ni es lo mismo ni se parece igualito.
Somos, aquí bajo este cielo particular, en la Guayana esquiva que pareciera guarecerse de los lobos selváticos – que son varios y por montón –, verdes como las hojas del guayabal o del indio desnudo, una especie de ciudadanos particulares. Y con lo de particulares, déjenme por favor ser más claro, adormecidos y sentados en la pesada lumbre del no encontrar sentido a nuestra existencia.
¿Duro no? Qué le vamos a hacer. Desde la Presidencia de la República, y más específico, desde el partido de gobierno se ha soltado la orden como fiera. La crítica como ejercicio sano, necesario y cuya línea lo que permite es limpiar de mala hierba este puerto de la economía de extracción, cuyas empresas básicas son el reflejo del modelo más arcaico del planeta. Alguien tenía que hacer el trabajo sucio y desde mediados del siglo 20 los que decidían levantaron la mano por nosotros. Sus fantasmas mantienen tan digna pose.
El criticarnos, si lo vamos a hacer en serio y no como juegan nuestras niñas las muñecas, debería encender la chispa que a un Manuel Piar impulsó a tomar esta tierra por asalto en nombre de la República. Bolívar en aguantar el avance se equivocó, y muy antibolivarianos seríamos en darle a nuestro Libertador la esencia infalible de los Papas católicos.
Por eso, la fecha sagrada que nos ubica desde un 11 de abril de 1817, y que terminaría por confirmar lo firmado hace ya casi 200 años, debe recordarle al país lo profundamente guayanés que es Venezuela.
J. Gregorio Maita
Y es que para los venezolanos a veces el reflexionar significa doblar algo más que las rodillas. Valga decir, el anciano orgullo patriota, que en dosis adecuadas colma de pasión los corazones y despierta en el más inerme el valor necesario para levantarse todas las mañanas, ciega frente a nuestros ojos, como la penumbra, el abismo. Pero el pensar en el pasado que se ve tan lejos en el almanaque y tan cerca en la significación filosófica, tan momentánea y natural en nosotros que nos tardamos unas cuantas decenas de años en comprender para tratar de comprendernos, que ni es lo mismo ni se parece igualito.
Somos, aquí bajo este cielo particular, en la Guayana esquiva que pareciera guarecerse de los lobos selváticos – que son varios y por montón –, verdes como las hojas del guayabal o del indio desnudo, una especie de ciudadanos particulares. Y con lo de particulares, déjenme por favor ser más claro, adormecidos y sentados en la pesada lumbre del no encontrar sentido a nuestra existencia.
¿Duro no? Qué le vamos a hacer. Desde la Presidencia de la República, y más específico, desde el partido de gobierno se ha soltado la orden como fiera. La crítica como ejercicio sano, necesario y cuya línea lo que permite es limpiar de mala hierba este puerto de la economía de extracción, cuyas empresas básicas son el reflejo del modelo más arcaico del planeta. Alguien tenía que hacer el trabajo sucio y desde mediados del siglo 20 los que decidían levantaron la mano por nosotros. Sus fantasmas mantienen tan digna pose.
El criticarnos, si lo vamos a hacer en serio y no como juegan nuestras niñas las muñecas, debería encender la chispa que a un Manuel Piar impulsó a tomar esta tierra por asalto en nombre de la República. Bolívar en aguantar el avance se equivocó, y muy antibolivarianos seríamos en darle a nuestro Libertador la esencia infalible de los Papas católicos.
Por eso, la fecha sagrada que nos ubica desde un 11 de abril de 1817, y que terminaría por confirmar lo firmado hace ya casi 200 años, debe recordarle al país lo profundamente guayanés que es Venezuela.
J. Gregorio Maita
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