Esta capital del infierno, en muy superior estado de gravidez, adecentó el pormenorizado cine venezolano en una época imposible. Y es esa su esencia. Más allá de lo estético, esta puesta teatral, donde Chalbaud es maestro – más que en el cine, que exige tanto del movimiento de elementos, como la quietud de los mismos, las elipsis exactas unidas a una respiración constante por parte del cineasta, o la visión del público a través de la cámara como testigo fiel de lo que no se dice – reduce en compendio errante el ideario político, confuso, ajeno y exaltado de nuestra república.
Ver la película estrenada a duras penas en 1997, con caras conocidas que ahora parecen espectros fantasmales como Amalia Pérez Díaz, Orlando Urdaneta o Miguel Ángel Landa, es purificarse en las bacterias que, con los años, han cocido la mezcla en un caldo brioso y de un sentido narrativo particular. Hermosamente particular.
Y es que, la ignorancia presente como espectro dubitativo de lo que somos como conglomerado pasea por cada uno de los fotogramas de la película. Uno ve en el personaje de Adonay el traspapelado entorno cultural del artista venezolano, que sin serlo – y la trascendencia histórica que los niega a la humanidad - puede y sabe decir las cosas como son, pero sin pies para ejecutarlas. En Radamés, hijo predilecto del sistema capitalista cuyo gran predicamento moral de No importa de dónde sacas los reales, lo importante es que los tengas, es la podredumbre desde dentro, embrión de la miseria.
Pero el serlo no es lo más importante. El caos. La película pudiera ser la viva voz de nuestros abuelos hablándonos del futuro que nos espera, con exagerado acento. Una Demetria entregada al sexo, no como necesidad de expresión amatoria, sino como consuelo a las faltas humanas de las que sufre. Es ella la expresión más fidedigna de la libertad sexual femenina, diseminada en nuestras generaciones cuyo fin es el placer del macho y no el entendimiento de la libertad de tomar tu cuerpo como elemento dominante de la expresión espiritual.
Está allí, en Pandemonium, el colorido de una Venezuela vaticinada en el desastre neoliberal, porque no hay otra forma de llamarlo. La deshumanización del venezolano que pide humanidad, la conceptualización de otros para identificarnos a nosotros, la lástima del hombre que lee, de los libros inútiles para definir su punto y aparte, la cultura como lastre social, la compasión y misericordia como limosna universal, mientras la depravación, la corrupción, y el hambre por más, de no se sabe qué, se toman la silla de mando para mostrarnos un país que afortunadamente no existe, pero que pareciera tocar las puertas de nuestro sótano para salir, y que si así lo hiciera, seríamos todos responsables.
No sé si fue esa la intención, pero no daría mejor homenaje al reflejo analítico de un país que amó y del que tanto escribió José Ignacio Cabrujas.
J. Gregorio Maita
Ver la película estrenada a duras penas en 1997, con caras conocidas que ahora parecen espectros fantasmales como Amalia Pérez Díaz, Orlando Urdaneta o Miguel Ángel Landa, es purificarse en las bacterias que, con los años, han cocido la mezcla en un caldo brioso y de un sentido narrativo particular. Hermosamente particular.
Y es que, la ignorancia presente como espectro dubitativo de lo que somos como conglomerado pasea por cada uno de los fotogramas de la película. Uno ve en el personaje de Adonay el traspapelado entorno cultural del artista venezolano, que sin serlo – y la trascendencia histórica que los niega a la humanidad - puede y sabe decir las cosas como son, pero sin pies para ejecutarlas. En Radamés, hijo predilecto del sistema capitalista cuyo gran predicamento moral de No importa de dónde sacas los reales, lo importante es que los tengas, es la podredumbre desde dentro, embrión de la miseria.
Pero el serlo no es lo más importante. El caos. La película pudiera ser la viva voz de nuestros abuelos hablándonos del futuro que nos espera, con exagerado acento. Una Demetria entregada al sexo, no como necesidad de expresión amatoria, sino como consuelo a las faltas humanas de las que sufre. Es ella la expresión más fidedigna de la libertad sexual femenina, diseminada en nuestras generaciones cuyo fin es el placer del macho y no el entendimiento de la libertad de tomar tu cuerpo como elemento dominante de la expresión espiritual.
Está allí, en Pandemonium, el colorido de una Venezuela vaticinada en el desastre neoliberal, porque no hay otra forma de llamarlo. La deshumanización del venezolano que pide humanidad, la conceptualización de otros para identificarnos a nosotros, la lástima del hombre que lee, de los libros inútiles para definir su punto y aparte, la cultura como lastre social, la compasión y misericordia como limosna universal, mientras la depravación, la corrupción, y el hambre por más, de no se sabe qué, se toman la silla de mando para mostrarnos un país que afortunadamente no existe, pero que pareciera tocar las puertas de nuestro sótano para salir, y que si así lo hiciera, seríamos todos responsables.
No sé si fue esa la intención, pero no daría mejor homenaje al reflejo analítico de un país que amó y del que tanto escribió José Ignacio Cabrujas.
J. Gregorio Maita
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