Busco, busco, busco. No encuentro a la niña, no encuentro a la niña. Era así de pequeña, me llegaba por la cintura más o menos. Señora, señora, ¿no ha visto a una niña así de este tamaño? De ojos grandes y pelo liso castaño. Blanquita ella. Muy bonita. Mi niña, se me perdió. La tenía al lado mío y se me fue sin que me diera cuenta. Y el río suena y yo creo que se fue para allá porque le hacía gracia el río. Le dije, le dije varias veces que el río es bonito pero de lejos. El río es así mamita, le dije. Incluso le acerqué la manito para que lo tocara, pero con cuidado. Ella con calor. Todos con calor. Ella quería meterse al río. Hay gente alborotada en la orilla. Yo corro, corro y corro pensando, rogando encontrármela en el camino. No está. No la veo. Le pregunto a los vigilantes. Reportan por radio una niña que se me perdió. Qué le voy a decir a la mamá. Qué le voy a decir a mi esposa. Que se me perdió la niña. Ni de vaina. Si no encuentro a la niña o me matan o me mato. No hay de otra. Y sigo viendo la gente y los vigilantes corren. Yo corro detrás de ellos. Al llegar la gente señala así, hacia el río. El río tranquilo. Sigue su corriente y su ruido. Pero la gente señala. Señalan allá, cerca de la piedra que está un poco metida en la corriente. Y veo una manito que desaparece. Veo la manito y siento que grito pero ya no me escucho. No pienso nada y me lanzo. Me lanzo porque aquella manito blanca, delgada y suave me jala. El corazón me palpita rápido. Siento el río ahora en todo mi cuerpo. El agua me cubre. Nado como loco sin dirección. Creo que es por aquí y braceo. Braceo, braceo. Estoy desesperado. Mi niña bonita, mi niña bonita. No veo nada. El Caroní es oscuro, frío. Parece espeso mientras me introduzco en él violentamente. Nado y braceo, pataleo más fuerte. Estoy lleno de aire y fuerza. Siento entonces en lo profundo unas manos que me tocan. Reacciono. Me falta el aire, me falta el aire. Mi niña, mi niña. Me hago del cuerpo pequeño de la niña. Es mi niña. Yo sé que es mi niña. Pero el aire y las fuerzas me faltan. El río me jala hacia abajo. Braceo, pataleo y siento la profundidad del río más pesada en mis venas. Braceo, pataleo. Hay una corriente mágica que recorre mi cuerpo. La conciencia pareciera írseme de las manos. Tengo en mis brazos el cuerpo ahogado de mi niña. El poco aire que me queda y grito. Grito en suma desesperación. Hay una fuerza superior que me jala hacia abajo con mi niña y todo. Mi pobre niña. Segundos pasan. Milésimas de segundo. Esa fuerza superior me sabe a mierda. Yo saco a mi niña de las tinieblas del río que no tiene la culpa de la salvajada. La culpa la tengo yo por descuidarme. Porque estos niños no son como era uno. Obediente y sometido. Y de un jalón grito. Y sé que gritar debajo del agua es estúpido, pero la rabia me encoge y me empuja como resorte. Y voy hacia arriba. Se me va el alma. No llego. Siento que no llego a la superficie. Y en el último instante saco a la niña. La lanzo. Discúlpame hija por soltarte así. Discúlpame. Yo no quería hacerlo así. Quería hacerlo como las películas y sacarte del riesgo de la muerte temprana en brazos de tu papi que tanto te quiere, caminando hacia la orilla con los aplausos de la gente. Pero no se pudo. Ahora me entrego al estupor de la muerte porque el río tenía que llevarse a alguien hoy. Discúlpame hija. Me voy tranquilo. En el fondo siento el alivio del resurgir de tu aliento.
J. Gregorio Maita
J. Gregorio Maita
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