Alguna vez se me ocurrió una idea. Llevarla a práctica por mis propios medios era, más que ilusorio, una completa locura neandertal. Hacerla entre varios equilibraba la cosa en el sentido amorfo de la distribución de la locura y la pena del ridículo. Guayana, conformada ayer y hoy por trovadores del cabizbajo modelo de la economía de puerto, no ha encontrado mayor estimulación económica que el de la actividad minera. Por eso, el tan sólo ocurrírseme semejante cuestión de una cinemateca para esta ciudad, en la que habita casi el 70 por ciento de la población del estado Bolívar, implicaba ya un riesgo arrollador, y considerando mi carácter atropellado no podría tener más dignidad conmigo mismo que indagar.
En lo cochino de la respuesta veo el trasfondo de la realidad cultural de mi país, adquirida ya la personalidad de la dejadez y el desencanto. Al encargado de esos menesteres le asomo la sugerencia, y su respuesta no fue otra que asumir que como eso existía en Ciudad Bolívar – que tiene derecho a tenerla, al igual que cualquier otra ciudad o pueblo del país – no era necesario aquí, pues con tan sólo haber una de esas cadenas nacionales de cine, de capital privado, era ya una alternativa para ver cine. Ahora ¿qué es una alternativa y qué es ver cine? Sin detenernos en zoquetadas ni en explicaciones estrafalarias, el ver el cine que muy diligentemente Hollywood nos presenta como tal, es en sí una contradicción, o por lo menos una enorme muestra de ignorancia.
Dicho por el mismo Oliver Stone, quien fuera fiel asistente a las salas de cine de su país antes de meterse en ese negocio, la cultura cinematográfica hollywoodense se ha convertido en una máquina de frituras y otras musarañas. Cuenta este cineasta que tan sólo puede considerar películas al 25 por ciento que de ese país sale – incluyendo muchos de los esfuerzos derivados del cine independiente, que también los hay -, lo que da a un 75 restante el calificativo de basura audiovisual.
¿Qué pudiera quedarnos a nosotros de ver una película como High School Musical? Si esperan que en algún momento me den ganas de salir del cine bailando, creo que están equivocándose de persona. Pero, también nosotros de alcahuetes, qué podríamos esperar de una película como Libertador Morales, que aparte de decir más de lo mismo, lo dice mal.
La relación de la cultura en Venezuela es una entelequia, y pasaré por inadvertidas las chiflas burlonas de aquellos que piensen que no es nada nuevo. Ya la novedad no es la constante que pudiéramos llamar necesaria, cuando las cosas simplemente no se hacen bien. En el libro “La Mirada Encendida” del crítico de cine español Ángel Fernández-Santos, he encontrado un suculento compendio de frustraciones que como venezolano, aspirante a cualquier cosa, pudieran embargarme.
Entre sus páginas hallo muestras de lo que es la cultura cinéfila en un país como aquella península ibérica, tan ajena a los desencuentros que como sudamericanos tenemos con esas mal entendidas muestras culturales. Allá se les ocurre la desfachatez de demandarle a la Televisión Española (TVE) el que pase las películas en formato cinemascope por considerar el cambio al formato cuasicuadrado de la televisión una violación imperdonable el genio artístico del creador del filme.
Es aquí donde encuentro en el libro de Fernández-Santos una comparación digna de tomar en cuenta y que tal vez nos sirva para poner un poco más claro el panorama, apartando ya lo político que de por sí (bla, bla, bla). Él habla del “negocio privado” y el “negocio público”, al explicar la excusa que da la TVE para pasar las películas en ese formato, pues es la manera en que las envía el distribuidor. Excusa pobre pues el procedimiento rutinario para esta televisora y cualquier otra empresa al recibir de su proveedor un producto defectuoso, es el de devolverlo y cambiarlo por otro que sirva. El seguir por este camino, y cito “no sólo ha vulnerado la integridad de una obra de arte, sino también la cultura de muchos de sus receptores” (Fernández S., 2007, p. 230)
Tales son las delicadezas de un país, que con sus pro y sus contras, se encuentra a años luz del nuestro, que sigue sumido en la personificación del vividor cultural y del movimiento inexistente de las masas hacia el entretenimiento cuando menos decente. Porque esa ha sido la herencia de modelos pasados y transiciones del presente de hacedores de cultura: la teta petrolera. Una partida anual justificada con miserables presentaciones que bien pudieran significar mucho menos de lo que le cuestan al país.
A raíz de una película tan desastrosa como vacía por todos sus costados como “Comando X”, mucha gente se preguntó si de verdad habría que reflexionar sobre el trabajo de la Villa del Cine por considerar que ese dinero que se invierte en este tipo de películas nos pertenece a todos, y bien pudo invertirse en semáforos, pipotes de basura o en repintar las paradas de autobús.
Recientemente pude ver como los que dirigen una compañía de ballet en Caracas se quejaban de que después de casi 18 años de contar con los espacios del Estado venezolano para realizar sus actividades, así como la respectiva colaboración anual, que “no enriquece ni empobrece a nadie”, el ministerio de la cultura simplemente les decía que hasta aquí los trajo el río. ¿Y qué podemos decir de las malas costumbres? ¿Creen ustedes realmente que cualquier manifestación cultural, sea teatral, literaria, musical, entre otras, no es rentable en otro país? Los países desarrollados tiene particularidades que los venezolanos no podríamos entender, como aquellas en las que las universidades son las que le dan dinero al Estado y no al revés por medio de proyectos de investigación en ciencias naturales o abstractas. ¡Qué disparate!
La cultura venezolana se ha convertido en un nido de liendres que esculca hasta más no poder en la miseria de nuestra conciencia como país porque no hay nadie que la despierte de su notorio letargo. Y nos cruzamos de brazos cuando en el mundo nos ven en los cines – si acaso – con películas como El Caracazo o Zamora, que parecieran ser cualquier cosa, menos cine. ¿Cuál es la diferencia entre lo que significa ser un negocio privado y un negocio público? Que el negocio privado siempre mantendrá sus intereses económicos por encima del arte, a diferencia del otro que debe mantener el arte por encima de cualquier cosa, por el simple concepto de respeto al ciudadano que se nutre de esa muestra cultural.
Un ejemplo claro está en el cineasta Tomás Gutiérrez Alea, director de “Fresa y Chocolate” y considerado uno de los más grandes baluartes del cine mundial. Este cubano, quien parafraseando a un amigo suyo dijera que el socialismo es un libreto hermoso que ha tenido en cuba una puesta en escena desastrosa, es capaz de contar con el apoyo de su país para hacer buen cine, sin necesidad de ser muy afín a su gobierno. ¿Qué pensará de esto Román Chalbaud? ¿Que ganar un Cannes es darle alas al enemigo?
Por eso, pienso yo, nos caería de maravilla, más que una revolución, una ilustración que nos develara la mayoría de edad con la importancia de lo trascendente y así despegarnos de tanto amamantamiento.
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