Ese incómodo sabor ferroso en la
boca. La lengua seca. Tragar grueso. La sed. La puta sed. Esa sed pétrea, la
que deja costras blancuzcas en los labios. Los ojos que al tratar de abrirlos
dejan entrar las gotas de sudor. El ardor de la sal. El rascarme. La grasa
superficial de la piel que pica adentro. Una mentaita e madre. La extensión del
brazo. Empieza la conciencia a tomar forma en el espacio. Las piernas
recogidas. Un dolor intenso en el coxis. El brazo solo se extiende completo
hacia arriba. Estoy rodeado de plástico y a pesar de lograr abrir los ojos lo
único que se asoma es un reflejo borroso y medio fantasmal de una luz como de
luna. Había un azul en el aire. Un cuadrado, un hueco, tal vez calculando la
extensión de mi brazo de unos setenta y cinco centímetros. Una vaina chiquita,
incómoda. Cuando intento incorporarme entiendo, por lo tullido de los músculos,
que la cosa tardará un rato. El plástico que me rodea rechina en los pequeños
claros de mi piel donde el sudor no lubrica. Introduzco las uñas dentro del
plástico. Es grueso. No logro penetrarlo. No logro entender qué cubren, qué
protegen, y honestamente, no me importa. Me apoyo en las paredes estrechas.
Afirmo mis muslos. Así descubro que estoy descalzo y desnudo. Por un momento
mis rodillas se atoran. Las presiono con la fuerza del agotado hasta lograr
incorporarme. Al hacerlo exhalo una queja. Un eco tenue me responde. Extiendo
el brazo a todo lo que da. No encuentro el borde. Un calambre me ataca de
repente. Es el grito inevitable. La batata derecha, la del futbolista
frustrado, la que me levantaba en las noches después de los días enteros
dándole al balón sin sentido. Me apoyo sobre mi pierna izquierda, dejando la
otra guindar hasta donde me alcanza la rodilla. La meneo a ver si el dolor
pasa. Es como si un animal enorme me arrancara la pieza de carne de un
mordisco. En eso el sudor paciente del piso hace que me resbale. No caigo del
todo por el hueco ínfimo. Trato de apoyarme más profundo dentro del plástico.
El anular derecho logra traspasar la barrera. Toca algo íntimo. Toca las capas.
El rasgar sin querer mientras el espasmo cruel permanecía descargando la rabia.
Yo he sentido ese pasar fibroso por mis otros dedos. Yo he rendido culto a su
olor, al significado de sus líneas, al irrepetible sentido al tacto del papel. He
visto el brillo intenso en los ojos de la gente. Me he paseado por el espejo
sembrado en matero y adornado por las luces del flash. Me he pavoneado bajo el
apoyo de los dólares y su omnipotencia. El despliegue de sus alas capaz de
tapar al sol más inclemente, la sed caliza, el hambre voraz. He sido testigo de
las estimas ruines alzarse por encima de la más simple lógica he imponerse de
cajón y sobrevivir a las tempestades del desierto, a los terremotos de las
bolsas, a los levantamientos populares arreados en sangre y bala. Y esos
hombres y mujeres permaneciendo allí, con ese donaire de los siglos de los
siglos campaneando el guisqui al son por el que bailamos todos. Fue así como vi
a mi madre, con una bolsa de mercado, a su pelo suelto, cuerpo esbelto, mirada
envolvente. Mi madre, mi pobre madre, la que suprimió su inteligencia para
darle vaivén al culo. Vi como su cadera, a cada ir y venir, me iba decorando el
cuarto, me iba poniendo el televisor, me iba instalando el cable, me iba
apareciendo en la pata del arbolito el playstation, los teléfonos, se
levantaban los muros del perímetro, se llenaba de agua la piscina, florecían
cuadros inteligibles frente a las paredes de marfil en el caserón donde solo
habitábamos ella y yo, y los furtivos que dejaban las pacas en la mesa del
comedor, o entre las telarañas del horno, o, lo que era más recurrente, la
gaveta de la mesa de noche. Más de una vez encontré bloques enteros de ese
papel envolvente, ajustado entre dildos de varios colores. Más de una paliza
llevé por buscar lo que no se me había perdido. Llegué a Florida a los
diecisiete, escapado de un barbudo manganzón con las manos metidas hasta los
codos en el negocio de la cocaína que transitaba los pasillos naturales del
Orinoco. Puede ser ese mi castigo. La razón de mi permanencia en este hueco, en
este mausoleo azulado, hediondo a plástico, sangre, sudor y papel moneda. Mi
castigo por decirle a mi mamá que se joda en su lecho, con una teta menos. Yo
hice mis negocios prostituyendo cubanas en los mejores bares de Miami. En más
de una ocasión, sentado en un catre a la orilla de la playa, veía la lucha de
aquellos que en nombre de la libertad se lanzaban fuera de las lanchas roídas
rogando por la costa norteamericana. Echaba el ojo, como el halcón, y les
dejaba mi tarjeta. Lo demás era cuestión de tiempo. Así termino de rajar el
plástico mientras se difumina el calambre. Levanto un puño de billetes para
tratar de ver la denominación. Cierro un ojo, como un imbécil, el mismo con que
apunto a las muchachas que besan la arena. Veo un cincuenta que se hace
recurrente en el abanico. Ulysses Grant guiña, tal vez para imitarme. Tanteo
con mis dedos la pierna. Trato de apoyarme. Hay un dolor soportable que titila.
Emerjo del encierro. La superficie entre el tope y el techo debe ser como de sesenta
centímetros. Intento deslizarme, pero el plástico barre el sudor y hace
resistencia. Noto un dolor en el hombro derecho. Una herida dormida por la adrenalina.
Me atoro, a tal punto, que no puedo regresar. Es de noche. Sí. Es de noche. Hay
varios tonos de luces que titilan. Se me ocurre afinar los oídos y me doy
cuenta que todo el rato estuve sordo. Costras de sangre tapaban el sonido. El
bum bum característico de las discotecas. Me esfuerzo un poco más. Es como
jadear como los peces en el muelle. Mover todo el cuerpo para abrir espacio,
mojar el plástico para que me deje pasar, chocar la cabeza contra el techo,
quejarme. Todo es una mierda. Todo es un puje, un desatino, una paridera loca,
hasta que veo en una esquina la pequeña ventana por donde entra el vaivén del
color. Voy a arrastrarme como los gusanos. Escucho los gritos de los viejos, de
los hermanos, de los hijos de las muchachas prostituidas; de mi mamá, la
moribunda y la operada, tomadas de las manos, dizque pidiendo perdón. Yo aparto
las imágenes con las manos rozando el techo, y sigo el camino de la gusanera.
Sigo dejando el rastro de sangre y sudor mientras la ventana se me hace más
grande. Reptar lleva a la reflexión sobre la libertad, agarrada de la
experiencia: si estoy donde creo que estoy, abajo hay una fila enorme de gente;
si rompo el vidrio, los pedazos serán advertidos por la gente, lo cual
encenderá las alarma de mis captores. Solo una cosa se me ocurre: rasgar el
plástico, como quitándome la piel, y al romper el vidrio dejar que una cascada
de dólares empujados por mi desesperación actúe en consecuencia: que el caos se
genere y me permita ganar tiempo mientras consigo salir. Pero ante el puño amartillado
pienso en la posibilidad de quedarme con algo. Pienso que el negocio ya no está
tan bien como antes. Pienso que mi madre, en vida, era mi escudo, y que en su
ausencia paré aquí. Si tan solo pudiera comer y respirar del papel y la tinta. Pido
a Dios misericordia mientras pienso en la mentira de la contrición, a ver si me
escucha mientras se rompe el vidrio. Recibo la brisa con alivio y miedo.
J. Gregorio Maita
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