Se tomó un suspiro corto y violento, y un hilo de saliva salió disparado de su boca directo a parabrisas. Levantó su dedo para limpiar la gota y del otro lado el cielo secretó una gruesa lluvia dándole la bienvenida. Ya eran las tres y cuarto y las bolsas del mercado se calentaban con el vapor del choque violento de temperaturas ambientales. La puerta al sótano y el estacionamiento distantes, y el dolor en las rodillas la hicieron pensar en un reposo corto mientras escampaba la tarde ya pesada. Se le calentaba la cabeza de pensar que su descanso inoportuno no le daría tiempo de cerrar la puerta corrediza del balcón que dejó abierta por nunca imaginarse tal aspaviento repentino del clima extraño. El viento – pensaba – entraría directo a la sala, llevando la lluvia consigo hacia la alfombra inmensa, los muebles nuevos y la mesita con los corotos de porcelana. El radio encendido le daba la hora, tres y diecisiete minutos ya; lleva casi veinte minutos de retardo a su planificación rutinaria. Se desespera pensando que algo la espera, y se destapa un momento de la realidad mojada que la perturba con la noticia del momento, narrada con el trino chocante de los locutores de noticias: “Se desatan los niveles de secuestro en la ciudad capital. Para el momento se tienen contabilizados más de cincuenta casos, en donde una nueva modalidad se hace participe de la situación. La seguridad de las personas se hace cada vez más crítica, en vista que grupos de asaltantes y secuestradores ingresan a las residencias de las víctimas y no solo se conforman con robarles sus pertenencias sino que atacan sexualmente a las personas. El ministro pide celeridad a las autoridades civiles y militares para la captura de estos delincuentes que…”
Apaga el radio. No hay nada bueno. El mundo se cae lleno de mierda y es lo mismo cada día. La ciudad es muy grande. Qué puede pasar en un lugar donde cohabitan más de cuatro millones de personas. Solo una cosa: caos. Atiende en su habilidad el manejo de las bolsas, son cinco y no se da abasto. No ha mermado nada la turbulencia pero el reloj tampoco. Se hace con lo mismo siempre, nivelando los pesos entre lo más pesado para la mano derecha y lo que pesa menos en la izquierda. Calcula el movimiento poniendo las bolsas encima de su asiento después de abrir la puerta, sostenerse con ella mientras cuadra la posición con las cosas que lleva. Cierra la puerta con las nalgas y un sencillo movimiento de cadera. Activa la alarma y camina derecho hacia el otro lado del estacionamiento. La parte del medio al descubierto deposita en su descarga una mezcla de frío alucinante con vapor de asfalto caliente. Una puerta marrón la espera del otro lado, y más allá, el ascensor al piso catorce, a la derecha la reja negra y la puerta blanca donde la espera su sala con la gran alfombra, muebles nuevos y mesita con corotos de porcelana mojados por la lluvia.
Aquella truena su dedo índice en el botón mientras le gotea el agua en el vestido. Llama al ascensor encima de su pequeño charco, una vez, otra vez… Vuelve sobre su espalda el peso recibido, y respira una vez, otra vez… Ya llega a la puerta cansada, con los dedos dormidos por las bolsas pesadas que le cortaba la circulación. Abre la puerta con el crujido del oxido que suena a la media puerta abierta. Cierra con el pie izquierdo golpeando la puerta con el marco, se detiene frente a la sala que apenas mojada dibuja el aire frío de la bienvenida, y piensa que esta sola. La cortina de la ventana absorbió el golpe del agua que se precipitaba al piso y a todas las demás cosas. Volvió a respirar aliviada un poco, no sin antes pensar en lo ladilla que seria ahora bajar la cortina, exprimirla, lavarla, secarla, y volverla a colocar. Procede entonces, autómata, soltando las cosas en el piso, agachándose un poco, algo aliviada empieza a caminar rápido hacia la ventana, hasta que del lado izquierdo una silueta la aborda con un golpe en las costillas, la priva del aire, la toma por los brazos como si fuera una gran tenaza, la levanta cual muñeca, y la deja caer en una silla previamente colocada para ella desde hacia ya hora y media.
En los rubores de los años cálidos, mi madre por lo general esperaba a que yo llegara de la academia, cansado y sucio hasta las metras. Y después de los años de cadete aún me espera, sentada en la sala, tentando la suerte de que algún día me de cuenta que no está barriendo, sino postrada con su mirada a la puerta de madera de la entrada. Yo me hago el loco por lo general, y siempre la encuentro con su extraña sonrisa de anciana afable, restregando los callos de las manos huesudas sobre la superficie áspera de un palo de escoba de aluminio. Le miro en lo que entro y en un pequeño asomo de fastidio le digo que “deje de estar esforzándose que ya no está en edad para esas vainas”. Ni me contesta la pregunta. No lo hizo antes y no lo hará ahora, con mis caponas de capitán del ejército. Ni que llegue a general en jefe. Se mantendrá en su posición incorruptible de madre regañona, algo terca, consolándose con decir a mi interminable pregunta un Hay está tu sándwich, tu arepa, tu lo que sea.
Un día, cavilando las conclusiones de los otros días, pensaba en darle un regalo a la vieja, antes de recibir el bono correspondiente a mi ascenso, el cual se esperaba para el próximo mes. Se me ocurrió entretejer un hilo lógico del porque mi madre recurrentemente ardía en la misma lumbre todos los días hábiles para mi a la hora de la llegada a la casa. Se me pegó en la mente después de mucho buscar en esos archivos mentales la ocasión aquella en la que ella y mi papá me regalaron el primer juego de llaves de la casa. Las llaves de la independencia, el primer paso para ser hombre, la eventual muestra de confianza de unos padres hacia su hijo. Recuerdo que salí con algún vecino al centro comercial que estaba al frente de mi casa, a comprar algo que aún no recuerdo. Espere en la puerta del edificio al fulano que me acompañaría, hasta que me harté de su tardanza. Me aventuré solo. Crucé la calle con cuidado, pendiente del rayado peatonal, esperando la luz roja de los carros para cruzar yo y los demás que me rodeaban. Camine rápido, casi corriendo. Llegué al kiosco de la otra esquina y me compré un chocolate con leche y una revista de Batman. Esperé otro rato, disfrutando mi salida lo más posible, viendo los edificios temblar en la transposición con las nubes que les daban la impresión de caerse. Me fastidié de mi estupefacto estupor, y cargué con un pequeño peso de frustración al pensar en lo corto que había sido el paseo. El mismo procedimiento para entrar al edificio, la primera puerta, la segunda, el ascensor, y la llegada triunfal al hogar, estrenaría mis llaves nuevas en mi casa. Me sentía dichoso por semejante estupidez. Entré sin hacer mucho ruido, pues me dedique a gozar la introducción de la llave en el picaporte, girar la manilla, cerrar la puerta con la manilla girada, y volver a cerrar con el cuidado extremo de no hacer ningún ruido que interrumpiera mi proceso. Pero hubo un ruido extraño que me hizo terminar sin el tacto delicado con el que había comenzado. La voz de mi madre en el fondo diciéndole a papá que parece que escuchó la puerta, y mi padre replicándole con aliento presuroso que no era nada, que pudo haber sido el viento. Y no era el viento, era yo, clavado en el marco de la puerta, observando a mi madre apoyada de frente en la mesa del comedor, con las piernas abiertas describiendo una “v” perfecta, con su madurez conservada, mientras mi padre la penetraba con furia en su ano, y le volteaba la cara para saborearse mutuamente las lenguas. Me estremecí en el carro con el ruido de la lluvia que empezó y el recuerdo lo interrumpí con el final de los días de mi libertad y mis llaves.
Le traía el pasaje, y no medio más que una comezón en la mano donde tuve las llaves cuando me las arrancaron con arrechera. Unas vacaciones completas para su pueblo natal, donde vivían todavía sus hermanas postradas a la buena de un dios que nunca las libró con bien de los hombres malos, pero si con un sobrino con un carácter de mierda. Cuadrando todos con las tías se mostraban dispuestas a recibir a la vieja sin reclamos, salvo que les llevara alguna vaina que en aquel alejado sitio fuera imposible de encontrar. De varios brincos pasé las goteras esporádicas del estacionamiento, el procedimiento de siempre y la puerta esperándome. Pero algo fue distinto en este encuentro vespertino, no hubo escoba ni madre dirigiéndome al sándwich, arepa, o lo que sea en la cocina, solo una mujer sentada en la silla del balcón, con el teléfono en la mano, viendo atónita hacia el departamento que estaba al frente, donde un hombre que se veía notablemente harapiento, fornicaba a una mujer amordazada y bien vestida, aunque no tanto.
Los muchachos no entienden lo que uno pasa por culpa de ellos. Las preocupaciones y todo lo demás no hacen más que ponerla vieja a una. Imaginarme yo que mi único hijo, después de tanto sobarlo y cuidarlo hasta el cansancio de mi alma, en una ciudad con tantas posibilidades como esta, terminaría por querer ser militar, ¡y del ejercito! Allá iba el carajito, recuerdo yo, solito a meterse en la boca del lobo. Y no me dio en aquella oportunidad por callarme el llanto y la preocupación, pero si me calle la opinión al respecto. Recuerdo que le dije clarito que no iba a meterme en sus vainas pero que ni por el carrizo se le ocurriera detenerme si quería ayudarlo. Que se hiciera de la vista gorda, total, siempre fue bueno pa` eso de hacerse el pendejo. Así fue que me hice una experta en todas las cosas de la cocina, porque siempre me llenaron la cabeza con cosas sobre la comida piche que les sirven en esas academias militares. Una vez, mi hermana me dijo que tuvo un novio allá en el pueblo donde nacimos, y del que gracias a dios me libré, que le contó, porque trabajaba en la cocina, que rayaban las verduras para hacer las sopas, agua y uno que otro cubito y ya. Que a pesar de todo el gobierno se encargaba de tener contratado a un nutricionista en cada comedor a lo largo del país, y que para mantener el régimen estricto y balanceado de la dieta de los soldados de la republica. El hecho es que yo, como madre precavida, y después de la muerta de mi esposo, tomé la decisión de engordar a mi muchacho cada vez que saliera de permiso, porque eso si, lo deje en manos de esa gente como un torito, y me lo regresaron como un fideo roto.
Pero siempre he pensado que la culpa fue de mi marido. No desaprovechaba la ocasión de contarle cuentos de guerra, sobre todo de la independencia, Boves, Piar, Bolívar. La lucha de las castas, la guerra federal, que este país tiene una población muy baja en comparación a otros países de Latinoamérica como consecuencia directa de el trauma colectivo nacido desde la emancipación, debido a las matanzas enormes que mermaron la población de manera drástica. Que el venezolano desde entonces era pacífico de adentro pa` fuera, pero que de afuera pa` dentro seguíamos siendo unos animales sin perdón de dios. Por todos esos cuentos fue que le pegué cuatro gritos cuando llegó la luz de mis ojos a decirme que se iba pa` la academia militar, que era una institución noble que daba prestigio a los que allí estudiaban, y que era mejor que meterse en una universidad publica donde vivían en un solo paro estudiantil, paro colectivo… y ni pensar en una privada, que además de caras tenían un sabor a mediocridad que ni yo con todos los argumentos del mundo hubiera podido convencerlo de algo que incluso para mi era más que cierto. Nunca me había atrevido a levantarle la voz a mi marido de esa forma, además que casi nunca me daba motivos de queja. La primera vez fue aquella lamentable y de la cual no me gusta acordarme, cuando el niño después de darle sus primeras llaves, su papá y yo de confiados, decidimos hacer cositas en la mesa de la cocina, hasta que en pleno acto, su papá lo ve con cara de espanto, justo en la entrada de la cocina. Debió haber sido por el miedo a aceptar lo que había pasado que mi marido que en paz descanse arremetió contra el muchacho arrancándole las llaves con tal rudeza que le hizo una pequeña cortada en la palma de la mano. Lo mando a su cuarto y lo reprendió duramente, haciéndose el ofendido con el fin de no tener que verle la cara, solo porque le daba vergüenza. Le grité en la noche del incidente, en la mañana, en el carro cuando salimos a pagar la luz. Es que no me pareció justo que por una ligereza nuestra nuestro hijo se haya llevado uno de los peores recuerdos que creo yo tienen en su memoria. Desde ese día, después de convencer a su papá de darle de nuevo las llaves de la casa, lo esperaba por ahí cerca, a ver si con ver el mismo cuadro de la mamá pendeja barriendo la sala se le olvidaría la escena donde su mamá fue por un grato momento para ella, una real puta. Hasta yo misma, gracias a la costumbre, me terminé metiendo tanto en el papelito, que con los años y después de vieja terminé por aceptar lo que ya estaba hecho, incluso lo de esa decisión, la vaina esa del ejercito.
Pero mi hijo, desde ese día en adelante, se le habría de notar un cambio retumbante, tanto en sus costumbres como en su carácter. Paso de ser un pendejito a un echador de vaina. ¡No le pasaba una a nadie! Ni que se metiera conmigo el gato de la vecina, porque de facto apelaba por la pistola, o por levantarse corpulento y levantar en vilo lo que fuera. Eso si, se estiró como nadie que yo conozca en esta vida. Ya me había resignado a que sería retaco como su papá, pero de repente, un diciembre recuerdo, cuando era cadete de tercer año, me tumbo de una guamazo con la cabeza un espejito que me había regalado una vecina, y que pal feng-shui, que lo tenia colgado justo en medio del marco de la puerta, en la parte de arriba. Como era nuevo, llego el gran carajo como perro por su casa y ni lo vio. Después claro que me formó aquel rollo por estar inventando con cosas inútiles y bla, bla, bla.
Bueno. Estaba yo en esos días, después de los años amargos que fueron los de la frontera, donde el hijo mío se batió unas cuantas con la guerrilla en la frontera, y se salvó otras más de que me lo devolvieran con los pies por delante, hasta que por fin lo promovieron con honores y toda la vaina – se graduó como Alférez Auxiliar, el tercero en el orden de mérito de su promoción – y llegando a capitán, lo mandaron para acá a recibir a los nuevos estudiantes para esa carrera tan jodida. El hecho es que movía mucho mi hijo por aquí, teniendo influencias incluso, y lo digo por todo el teje y maneje que he visto por la casa, con la inteligencia militar. Creo que a ha estado colaborando con el asunto ese de los secuestros y otras cosas más que por supuesto no me ha querido decir pero que de todas maneras yo me doy cuenta. Todo para ver si lo promueven otra vez, anda buscando ser mayor pa` casarse con alguna caraja que debe tener por ahí escondida, comprarse una casa, y todo lo demás, y tiene razón en hacerlo porque eso de estar viviendo con la mamá después de tanto tiempo se ve feo.
Aja. En esos días me encontraba yo, tranquilita con mi escoba. Iban a ser las cuatro de la tarde cuando por casualidad me asomo a la ventana. Trato de afinar la vista para enfocar mejor eso que estoy viendo en el otro edificio. Nada. Me acomodo los lentes y que va. Voy a busco los binoculares que me trajo mi hijo de la academia y logro ver mejor el asunto. Siento que la arepa de mi hijo se quema, pero no me puedo mover. Yo pensaba que eran cuentos de la vida esos que cuentan en la radio. Estaba yo petrificada, apenas con fuerzas pa` pararme a buscar rápido el teléfono para llamar a mi hijo. Me quedé allí. Estaba en petrificada. Y no hizo ninguna falta llamar a mi muchacho.
-Como se encuentra señora.
No recibe respuesta. Una mujer suda y se le mueven los dedos a través de los pliegues enteros del tirro que la detiene en su voraz búsqueda de supervivencia. La adrenalina corre. En la mujer por su vida. En el hombre por su satisfacción.
-No entiendo porque las mujeres se tardan tanto. Sabe desde cuando estoy aquí – sopla el viento y se mueve la cabeza negando saber la respuesta aquella mujer atada
-¡Desde la una! – da una bofetada que la desequilibra de la postura incomoda que le quedo en la silla que esperaba por tenerla. Una zurra en el piso sin mayores consecuencias y aquel hombre se contempla en un espejo que tiene al frente de su magnificencia. Una patada liviana pero concisa en el abdomen priva a la mujer que sangra ahora la ceja y le marca un surco directo a la boca tapada. Suda, moquea, tiembla un poco más cada vez. El hombre disfruta, calla un rato, acomoda a la mujer en la posición anterior y coloca una silla al frente de ésta. Le arranca la cinta que le tapa la boca. Ella se retuerce. La prudente distancia hace que el aire se le colme de oxígeno. El hombre hiede sudor vencido, también a gasolina. La completa entera, en una marca difusa describe a través de sus ojos las ojeras del cansancio. Prepara la huida mentalmente, y también el proceso a seguir. Tal vez algo para llevarse, como para hacer el asunto autentico. Un pizca de realidad al juego.
-Me gustan las mujeres con las tetas grandes – extiende su brazo y palpa lo que dice, mete la mano sinuosa dentro del sostén, aprieta un pezón mientras se desabrocha el pantalón. La mujer cierra los ojos, no se sabe cual es la sensación, asco, miedo, excitación. Pensaba que a pesar de todo no la habían tocado así nunca, ni sus más encumbrados amantes… Ahora mueve la silla hacia ella, sin sacar la mano y con el cinturón en la otra.
-Quiero ver como tienes el culo- se levanta precipitoso. La levanta apenas para voltearla y obligarla al sostenerla del cuello como a las bestias para examinarle las nalgas apropiadamente.
-¡Que bien! Son suaves; se ve que hace ejercicio señora- alguna lágrima deja salir, y goteó por su cara como goteaba ahora la cortina. El hombre sucio le bajó las pantaletas, color negro, y sin preguntarle le encajó los dedos más allá de la vulva sudada.
Los colores se le hicieron ásperos, al olor salado de un cuello sucio, que hace contraste con una nuca asustada. La voltea con rabia, la mira a los ojos puntiagudos, la penetra esta vez con la mirada. No recubre de gloria los espasmos cansados de del trajín sexual del coito permitido a medias. La ve a la cara y le mete la lengua larga y babosa, color carne, le traspasa los dientes, le esculca las amígdalas, y el placer supremo, mediano al orgasmo que cada vez tardará menos, despide de su boca ahora desocupada que la ama.
-¡Yo también! ¡Yo también mi amor!...
Eran esposos desde los catorce años, cuando se vieron escondidos en una cancha de básquet donde jugaba el adolescente de la espalda fornida futbolito caimanero con los compinches de la cuadra. Se le enternecían los ojos verdes a la otra, y su salivación se estremecía cuando el le correspondía el gesto. No cayó en cuenta, la vez que lanzó una pelota veloz a los pies que le descansaban los caminos largos en las escaleras, que rebotaría como una sorpresa para pegarle en la cara, directo en al nariz. Comenzarían sus juegos al hacerse la enferma cuando las cicatrices sanaron, jugando al doctor y la maestra, después a papá y mamá, la alumna y el maestro, y después de la normalidad del matrimonio, entrecortando la rutina con el sinsabor del sexo vespertino de los jueves que tenían libre, decidieron empezar a jugar a la señora y el secuestrador para recordar los buenos tiempos.
-Dale.
La amordaza suavemente con una media. Solos los gemidos bastan. Los movimientos inducidos el uno por el otro se acrecentaron cuando la mujer le respondía zalamera que ya había acabado tres veces. Quería las la hembra y el hombre no se lo negaba. Y aturdido fijó su mirada caliente al trozo de cortina que en la ventana volaba mientras jadeaba incesante, describiéndole las curvas de un fantasma, y una ventana abierta del edificio de al lado le hizo un guiño con la luz del sol poniente de un cuarto para las cinco de la tarde, y un rayo flameante desde allá le vino a romper la cara cuando le faltaba poco para el orgasmo.
-Señora, necesito que escriba en esta planilla sus datos completos.
La mujer confundida, harta de llorar, le llegó la noche en una oficina policial, donde un militar de aspecto amable al otro lado del vidrio que separaba un cubículo del otro, recibía la reprimenda de un superior que se veía ofuscado. Apenas tuvo fuerzas para sostener el lápiz, y el oficial a cargo se detuvo a pensar en el café frío. Andaba medio vestida. Un torrente de hombres vinieron a romperle la puerta de su casa, entraron armados y apuntándole al cadáver del marido juguetón, entraron a los cuartos, revisaron los rincones, incluso detrás de la cortina mojada. Su cara espantada y salpicada de sangre y pequeñísimos trozos del rostro del marido no decía nada. Se quedó parada y callada hasta que alguien se dignó a preguntarle al verla con solo una blusa puesta y las pantaletas en el piso. En lo que le acercaron una toalla lo suficientemente grande para cubrir su desnudez, le quitan la media de su boca y desagradecida gritó un sollozo largo. En la oficina una voz que hablaba decía: Ahora en la comandancia se va a discutir de nuevo su ascenso capitán, por atorao…
Se enjugaba la cara ahora con agua y cavilaba tranquila ya, sin el shock, el susto presente en la depresión de verse viuda que era lo normal en estos casos, toma el lápiz y escribe detalles de su vida. El oficial que la entrevistaba empezó a hablarle sobre la orden que tenían de rescatarla, ya tenían listo el papel del juez, todo cuadrado, hasta que dijo que el hombre que jugaba a violarla era su marido. Interpretaron la manera de salir de la arbitrariedad que cometieron, con un “estábamos cumpliendo con nuestro deber,…, tiene que entender que estamos muy atareados con esto de los secuestros, así que en lo que recibimos una denuncia de algún testigo ocular, procedemos tal cual, a veces sin pedirle permiso a nadie. Usted sabe. Orden del ministro…”
-Ahora hay que pedirle al ministro o a ustedes permiso para hacer eso.- se ofusca.
-¿Eso de qué? ¿Qué es “eso”?.-acentúa, pregunta ingenuo.
Ella responde: “Tirar como dios manda”.
José G. Maita
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