¿Has ocultado la sombra detrás de
la pose del soldado? Parado allí, sucinto, calmada la conciencia, grave en la
expresión, firme en el porvenir de su futuro inmediato. Él fue un niño de diez
años, cuando todos lo fuimos. Frente al pizarrón amortizaba el miedo a los
números, cuando nosotros huíamos de las matemáticas apilados detrás de una
montaña de pupitres. Con la tiza en mano, arma blanca, polvo comprimido en
cilindros con punta cónica, todavía a cuestas el sueño de pararse temprano,
escribía un 4. La forma espacial del tal y como la había practicado durante
tanto tiempo. Una raya de arriba hacia abajo y ligeramente inclinada a la
derecha, otra perpendicular que apenas tocada el nodo inferior de la anterior,
y ésta cruzada por otra más grande, del doble de la longitud de la primera en
inequívoca verticalidad. Un 4. Un número 4 legible, entendible, sumable,
restable, multiplicable y dividible. Un 4 que en nada se parecía a los otros
números. Un 4 normal, común y corriente, que abstracto podía convertirse en su
imaginario, o el nuestro, en 4 miles de cosas. 4 millones de besos para mamá, 4
cauchos para el carrito de papá, 4 muñecas para la hermanita. Un 4 que en la
pizarra comenzaba a sudar, a temblar. Un 4 equivocado.
-Así no es.
La maestra ha demostrado su
juicio. Nosotros vemos el chiste donde no lo hay. Reímos sin entender que ese 4
es el mismo 4, salvo las pequeñas diferencias grafotécnicas que un montón de
carajitos de diez años pudieran tener. ¿Qué es la grafotecnia para nosotros en
aquel momento? Un chiste. Y la risa culpable de reforzar el pavor del 4 al
dejar de existir. Y el niño parado frente a la pizarra toma el borrador. Pide
disculpas. El 4 le dice que no importa, que así es la vida, que se porte bien y
el cursi etcétera. Ha muerto el 4. El niño deja el borrador en el escritorio y
vuelve a escribir otro 4. Éste, más vivaracho, trata de pararse firme,
queriendo entender la equivocación de la existencia del 4 anterior. Critícame,
critícame, soy más bonito.
-Así no es.
La helada ventisca por debajo de
los pantalones. La expresión de dónde estoy. Ese 4 orgulloso enfrenta su
indigna muerte ante la poca risa de nosotros. Es osado enterrar la comisura de
los labios en la preocupación de pensarse en su pellejo. Erizada la piel,
vuelve a tomar el borrador el niño de diez años. Pareciera susurrar un
Perdóname pana al 4 que en su desconsuelo quiere gritar lo útil que hubiera
sido en vida, lo complementario que sería su función al agregar naranjas o
mangos en el saco, al acrecentar los años de los niños y tener edad suficiente
para ir solos a jugar maquinitas, o lo conveniente que sería para la maestra
con cara de sapo, sentada oronda, insuflando aire a sus pulmones y pensando, en
medio de su verduga insistencia, lo bueno que sería restarse unos cuarenta
años, para ser de diez, y estar parada frente al pizarrón y… El niño de diez
años suda la frente. La gota de sudor cae pesada en el piso de cemento. Hace
calor pero se siente congelado en el sitio. Los movimientos se hacen torpes,
temblorosos. Piensa que si ya no es por lo bonito del 4, debe ser por el trazo
incorrecto del mismo. Comienza por la línea larga, termina por la inclinada.
Siente nostalgia a recordarle éste al primero de los 4.
-Así no es. Es al revés.
El 4 le dice que tranquilo, que
total, la vida de los números es efímera, llena de copias y repeticiones que se
borran y se vuelven a escribir, que esos elementos abstractos, ineludibles y
replicables de la matemática sirven única y exclusivamente para dar servicio a
lo real, a lo tangible. Que no llores, que no tengas miedo – el borrador se
acerca -, que ya aparecerán otros que lo sustituyan. Así el niño llega al
momento de la transformación, del cambio de mirada, del pulso firme mientras
aprieta la tiza y siente que los pequeños bordes se despedazan. Así,
intercambiando una cosa peligrosa por otra, vuelve distinto a la pizarra a
encontrarse con su trazo. Aparece otro 4, hecho literalmente de arriba hacia
abajo.
-Así tampoco. Es al revés.
Va la pelea espiritual del
contrapunto de decir y deshacer. Va la rueda hecha verde pizzara y la mano de
tiza que le da el empujón necesario de las vueltas. El dar y recibir, el
recibir y recibir de pedir perdón por la existencia de los 4 que van
desapareciendo uno a uno del escenario. Iba el niño imaginando las posibles
maromas de su limitada pericia caligráfica para dar con el galimatías impuesto.
La maestra – piensa – es una vieja con cara de monja amargada. ¡Cara de sapo!
¡Cara de sapo!
-¡Quítate! Anda a sentarte.
Toma pues el asiento como un
ataúd para su cadáver. Va liberando en el calor emanado del cuerpo la tensión,
mientras miradas raras y solidarias lo observan. Sienten que la culpa de estar
allí, soportando el peso indigno de los años de una educación hecha añicos por
el amargo pesar de viejas cara de sapo, corazón de culebra, no es justo. Él
voltea y hace el paneo. Serán ustedes también víctimas de un atropello
psicológico sin razón. Es entonces cuando en medio de una silente reflexión,
emerge orondo, claro y conciso, aquel primer 4 cantando victoria, vivas y
declamaciones de triunfo. El niño que lo ve y le reconoce, vuelve al sentido de
la pertenencia de su posibilidad como ser que siente y padece. Lo saluda
efusivo mientras aguanta el llanto.
-Mira muchacho – vuelve al mundo
-. Así se escribe correctamente un 4.
Nosotros, que recordamos por
momentos la guerra inútil de los 4, saludamos a la inanimación de lo que
hacemos esperando ver algo más allá de formalismos y direcciones. Ahora, en el
papel de la noticia, la cara de un hombre se me aparece de frente, y veo en él
las facciones todavía infantiles del sufrimiento frente a la pizarra. Hubiera sido
mejor dejarlo hacer números como quería. Tal vez, así, detrás del titular, no
hubiera sido tan bueno matando gente.
J. Gregorio Maita
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