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Detrás de la puerta

¡Ay! Qué desorden, qué calamidad. El silencio y el olor a encierro como la perpetuación del tiempo en cuatro paredes. Vino y se fue la bonanza y tal, como la brisa que pasó hace como cuatro días a las tres de la tarde. Pero vean ustedes, damas y caballeros que esto leen, a este ser tan desposeído de humanidad. Parece, y que me perdone el dios de lo cursi, este espíritu atolondrado, una simple rama seca. Miren lo flaco, canoso, barbudo, sucio, lo ruin. Amarrado a una silla, a una posición delante del monitor pantalla metido en internet como si estuviera metido en la entrepierna de Susana

-Shhhhh. Necesito silencio para concentrarme – mira el techo detrás de él. El techo es un espacio vacío.

Concentrarse en qué. Pensarán ustedes que, con todas la diligencias y ocupaciones, pudieran entretenerse en otra cosa, pero hay que pensar que la locura, porque esto es una locura, es un mal concentrado en semejante esperpento. (Lean más bajito por favor, para no interrumpir su concentrada intención). No se puede pensar que ha visto la luz de la calle, sea día o noche, en los últimos nueve días. Pero el teléfono que lo resuelve todo, y las funciones digestivas del delivery y una buena cuenta bancaria para la despedida. Así lo puso en su página del facebook. Y allí esperó. Que alguien le dijera Adiós, Hasta nunca, Que te vaya bien, Ojalá te mueras lentamente. Eso, eso. Ha pasado nueve días esperando la palabra amable de algunos que lo conocieron cuando era artista plástico, cuando no se hacía pipí en la cama después de viejo. Pintaba, como pintan los preescolares, arcoíris – ni idea del plural, en esos huecos del idioma, para decir que fueron un motón -, pero en monocroma naranja por no tener otro color para pintar. Limitado, sentiría que su vida en esas paredes oscuras, propias de un precipitado laboratorio de fotógrafo imberbe, pero con un solo bombillo de luz amarilla, caliente, que se movía palante y patrás en el vaivén que le daba el aire acondicionado. Detrás de él está la puerta negra, con pasador de antaño, de esos que albergan en su solapa, esa corbata de hierro, un hueco un poco más grande que cruzado con otra pestaña con hueco redondo, se ciñen a un candado. Afuera, poco más allá, está la calle transitada por peatones dormidos y conductores borrachos.

-Shhhito. Ya vale – se pega en la cabeza y voltea. Chirrido de silla – que tengo que… que… esperar que se descargue el… el… pro…pro…grama que estoy baj… ando. ¡Coño!

Sin malas palabras que hay gente que se aturde. Piensan en sus oídos como vasijas virginales y hay que respetarles las loqueras a todos los demás. Es como seguir monotemático, rondando el mismo tornillo una y otra vez: el loco este con la loquera de los demás es un absurdo. Así que lo mejor es limitarse, no a la cabeza, esos surcos y laberintos oblicuos zigzagueantes saturados de materia viscosa donde sus pensamientos albergan, más que todo, porque no decirlo, lástima. No, no es esa la idea. La idea es (suena la puerta con el particular sonido metálico de quien tira una piedra diminuta)

-No, no, no, no, no. Nadie sabe que… que estoy aquí – se levanta de la silla con chirrido acorde al movimiento. Se queda viendo fijo la rendija debajo de la puerta. Una sombra diminuta, casi indefinible pasa tan veloz que apenas se nota. Pero claro que él la ve. Y abre los ojos. Sorpresa, sorpresa. Un segundo, dos segundos, tres segundos, cuatro, cinco, seis, veinte y treinta.

-¿Hay alguien ahí? – pega la oreja a ver si escucha.

Ya chico, vale. Tranquilo. El viento, el gato, el perico de la vieja que fuma en el baño del quinto piso del edificio de al lado. Quién sabe.

-Yo… yo como que sigo en lo mío. E… e… esta puerta – remarca, señala con el dedo la separación metálica entre él y el mundo - ¡Esta puerta!

Vuelta la cara a la normalidad de mueca teatral sobrecogida. Vuelve sobre la computadora. Esta que quiere y grita, dentro, más adentro, en lo profundo de su voz yuxtapuesta en otras voces que gritaban otras vainas. SUSANA.

-N… n… no. No. No. No.

Sí. Susana. Susana. La reina de sus noches y quebrantos. Pobrecita. Ella que tanto aguantó en la espera del progreso, del festival, de la galería, de los viajes, del Museo Contemporáneo de Caracas, del Museo Soto, de la Sala de Arte Sidor, de los premios y condecoraciones – sonríanle a la foto, digan whiskey – y sonar las copas de vino tinto y rancio porque la situación del país – no es la situación del país, en las listas de presupuesto estaba la champaña, pero el portero del circo necesitaba unos churupitos extra para llevar a la carajita que tiene escondida y que lo chulea bello -, y los etcéteras que no se permiten en la pelazón por la fe en el arte.

-N… n… no. No. No. No – las dos manos que tapan la cara -. No Su… Su…

Sí. Susana. La que se fue mijo. Se fue porque para qué esperar mientras la cola de machos vernáculos que la asediaban y de tanto puyarle las costillas... Las mujeres son pacientes, cuando quieren y aman. Porque, a pesar de lo loco, se hizo amar. Escribía poemas sin ser poeta, porque el lienzo no es lo mismo que el cuaderno Caribe que guardaba en el bolsillo de atrás del pantalón. No es lo mismo pintarla en medio de ángeles morados con el fondo patriota del Guaraira Repano y bañada en Caroní con un naranja tenue que escribir: “Mis ojos en tus ojos pensaron cavilar despiertos. Pero no pude porque tú risa me desvió la mirada. Tus dientes que mordieron mis labios, tu cuerpo que danzó con mi cuerpo. Tu amor que navegó con mi amor y tú y yo desnudos…”. Disculpen. Es que nada de esa vaina rima. Pero a Susana, como mujer extraordinaria, el hambre le doblegó la paciencia y es natural. Y ese no es el tema.

-Susana – se le escucha la voz más clara. Hasta que suena la puerta. Esta vez más fuerte.

-Susana. Susana – corre. Se cae la silla. No importa. Se arrastra. Se pega de la puerta -. ¿Eres tú? Susana. Mi vida. Mi preciosa – hace con los dedos que dibuja corazones en la puerta. Llora.

Entonces el loquito llora. Pareciera en este justo momento, tan sentimental, tan fuera de orden – en esta obra no hay ni ensayo ni director que imponga su santa palabra – que se va encontrando con el piso y en el piso, en ese filo armónico entre la bendita puerta y el suelo donde entra una brisa cálida que contrasta. Pero él, que sigue llorando, espera una respuesta que no llegará. Porque Susana no llegará y lo sabe. Y se limpia la cara y se levanta sollozando y cambia el ritmo de sus movimientos y vuelve para recoger la silla que tumbó en el arrebato. Pobre loco.

-A… a… aco… acomodo la silla. Aco… acomo… acomodo la silla – ya estamos viendo que estás acomodando la silla así que no vale la repetición de ideas. Y es aquí, en el lento punto donde su cuerpo va depositándose pesado sobre la pobre silla, para acomodarse frente a la máquina de sus respuestas inconclusas, para continuar loqueando como siempre, vestido de nada, de andrajoso, de barbudo, de sin sentido y loco, en el espacio en que se ha convertido el hueco donde vive, en el aire acondicionado al que apenas le suena un ruidito lejano parecido a lluvia tenue que cae, el bombillo como péndulo, cuando vuelve a sonar la puerta. Está vez más fuerte que la anterior. Y en un movimiento derivado de la sorpresa, brusco y nervioso, resbala el escalón y cae de nalgas. Se incorpora con la torpeza de un borracho, más entonado con la furia de la repetición incómoda de la situación que ya pareciera un juego macabro. Observa la puerta mientras se soba, dos segundos. Ahora corre hacia ella gritando estupideces.

-Yo no me meto con nadie… pa que nadie se meta conmigo. Yo no sé – su voz expulsa palabras como una metralleta. Saca la llave. Va abriendo el candado. Es así el sonido particular de los metales moviéndose – por qué se tienen que meter conmigo.

No.

La luz.

El esplendor de la calle.

El olor de la calle.

El sabor que se le mete a uno de la calle después de despertar de un largo sueño.

El callejón donde está la puerta de su hueco que huele a orín y a basura. Él ya no lo nota por estar acostumbrado. Pero su cara es graciosa por quejarse en su mueca de la luz. Pero de lo otro no. Espera entonces unos siete segundos y medio para que se le pase el efecto del resplandor. Lo reduce poniéndose la mano frente a su rostro barbudo. Ya pasó el flash.

-¿Quién es? – voltea a los lados. Quién le va a responder si no hay nadie -. ¿Quién es? ¡Carajo! – hay peatones que reaccionan al estímulo del grito. Pero lo ven loco desde lejos y ni se molestan en ralentizar su caminata. Es aquí donde suena el portazo, el pasador de la puerta, el candado de la puerta y el grito del loco para que lo dejen en paz con silencio. Ya sabemos chico. Cálmate. No pasa nada. Anda, anda. Vuelve a sentarte que no ha pasado nada. Sigue allí en tu vaina tranquilo que no está pasando nada como en los últimos seis años. Tranquilo. Es así como el loquito este hace caso, cuando se le trata como lo que es. Por eso va y se sienta, no sin cierto resquemor de que en lo que se siente vuelvan a tocar la puerta. Por eso, voltea la silla y sin dejar de mirar ese particular rectángulo de hierro fondeado en negro mientras se va sentando lentamente. Arquea la espalda, apoya los brazos en los brazos de la silla, dobla las rodillas y va dejándose caer, sin dejar de ver hacia la puerta. Y en el momento – ya es absurdo todo esto pero bue… - en que sus posaderas rozan la superficie de la silla, vuelve a sonar la puerta, más duro que nunca, más insistente que antes, más chocante e impertinente. Nuestro loco pareciera sonreír. Se deja tranquilo en la silla riéndose del momento porque es loco y a los locos les da por reírse de cualquier cosa. Porque si fuera otro no se estaría riendo (Arrodillado en el piso el gerente del banco, el gran economista, el gran hombre, genio de la república, orgullo nacional y familiar, pide piedad ante tan inusual situación) del asunto. Entonces dejan de tocar la puerta. Empieza a pensar en la inteligencia del juego y decide jugar. Se queda sentando y espera que el ligero eco de los golpes cesen la vibración del metal. Así pasa unos cuarenta y cinco segundos sin que pase nada. Hay una gota de sudor que intenta develar su interior nerviosismo. Él lo niega limpiándoselo.

-A m… mi no m… me jo… jodes má… más – va volteando la silla para seguir en lo suyo con la computadora, y vuelve a sonar la puerta, más duro que nunca, más insistente que antes, más chocante e impertinente (bis).

Es él, ahora, el álgido momento del huracán. No es por voltearse, puñetear la mesa de la computadora – que del tiro se apaga – o lanzar la silla contra la puerta. Eran los gritos ahogados de la desesperación de este loco

-¡Loco será el abuelo tuyo!

Está bien. No diremos más nada. Te quieres volver más loco anda. Vuelve a abrir la puerta a ver qué pasa. Va a llegar a un punto en el que si sigues así te la van a tumbar y cuando te asomes

-¡Cállate!

Ok. Ok. Nos callamos. No hagan ruido que va a abrir la puerta nuevamente.

(Al abrir la puerta)

-Buenas – muchacho con uniforme y una pizza en la mano. El loco lo mira mientras la rabia se le disipa -. Disculpe, ¿usted es el señor (…)? – lo mira extrañado. Pone la cara que ponen los perros cuando la ladean un poco mientras tratan de entender lo que pasa -. ¿Señor? Le traje la pizza que pidió.

-¿Yo? – hace memoria. Hace memoria -. Yo no recuerdo haber pedido nada.

-Disculpe ¿Es usted el señor (…)?

-Sí. ¿Cómo sabes tú cómo me llamo?

-Señor – el muchacho ya está impaciente -. Mire. Recibimos una llamada hace una hora pidiendo una pizza con jamón, queso, anchoas y peperoni. Varias veces otros de los panas que entregan las pizzas han venido y han tocado esta puerta. Tengo rato tocando la puerta y quiero saber si es usted el señor (…). Y no quiero ser grosero pero ando apurado como usted se debe imaginar.

-Si – duda pero comienza a recordar -, sí. Yo tengo hambre – le suena la barriga.

-Son (…) bolívares.

-Ok. Ok. – va sacando plata del bolsillo – aquí está. Quédate con el vuelto.

-Ok. Gracias.

-Mira – con la pizza en la mano ataja al muchacho -. ¿Sabías tú de lo ingrato de las artes? – el muchacho lo mira de lejito extrañado. No contesta. El loco duda un poco en salir más allá del umbral pero así lo hace para acercarse más al muchacho que por instinto lo que hace es alejarse – Yo lo sabía y le dejé irse por eso ¿sabes?

-Dejó ir a quién – en los manuales de conducta y tratamiento con el público de la pizzería indican que a los locos hay que seguirles la corriente.

-A Susana. La dejé irse por el arte. Por insistir. Porque uno insiste en lo que le gusta y eso quita tiempo y el tiempo para ella era necesario. Y la falta e plata porque al principio es duro pero después uno agarra alguito y se resuelve – recalca la pizza como acento -. Pero ella merecía más – hace una pausa mientras el muchacho va pensando en la manera de escabullirse de la situación incómoda. Susana, Susana, Susana -. ¿Sabes? Mi papá tenía un taller mecánico. Él fue el que me dio mi primer block de dibujo pa que pintara mis vainas de carajito con témpera. Pero también me enseñó la mecánica y aprendí que jode. Pienso que tal vez pueda dedicarme a eso, sacar un tiempito chiquitico pa pintar mis vainas y después, cuando haya hecho una platica la busco a ver si todavía tengo chance.

El momento de duda del muchacho se dibuja en su contorno y queda tan claro como el agua. Por eso es que los locos hablan solos.

-Vaya chamín. Dele tranquilo. Y gracias. – y nuestro barbudo amigo, más tranquilo y sosegado, vence un día más la tartamudez parida de la rabia y la frustración. El desamor atosiga y él empaca las maletas. Mientras lo hace la puerta tiembla con los golpes desesperados. Sonríe la paz de la decisión tomada de espaldas al escándalo. Sus cimientos granean partículas ínfimas de cemento y pintura. El candado pareciera un corazón que late a punto de salirse de algún pecho. La luz entra un poco más brillante por los bordes a cada bum bum que le dan. Nuestro loco – ya no le molesta que le digan loco – prende la computadora, entra en el facebook y escribe en su muro “Güevones!!!”, y espera que los carajazos que no han parado tumben la barrera impuesta entre él y la realidad. Al final, cae el metal magullado. Luz y viento invaden el hueco. Dejó todo menos la pizza.


J. Gregorio Maita

Comentarios

]MeGalOmAnIaCk[ ha dicho que…
En una conversación "literaria" con alguien por Internet, donde se discutía el mundo del "club privado de la edición en Venezuela", vine a parar en este blog, por haber conversado sobre ti sin conocerte.

Entonces aquí estoy. Linkearé tu blog al mío, vendré acá y leeré de vez en cuando. Y así. Así.

Ed.

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