Si tuviera que calificar de alguna manera mi relación con la señora Carmen Carrillo, tendría que llegar a la definición de lo egocéntrico, cosa por demás detestable en mi pues poco hago por sobre valorar mi imagen, más allá de aquello que puede ser revisado, no tan a simple vista, por aquellos que alguna vez me han conocido. Esa extrapolación del “Yo”, tan primerísima primera persona, es la connotación más exacta que pudiera emitir entre un personaje tan respetable como la periodista que fungiera de jefa directa en mis pocas semanas de trabajo en El Diario de Guayana. Ella, dentro de su formalidad acomodada, se revestía de una impetuosa serenidad, dada ya pues por los casi treinta años de experiencia, tan sobados y repetidos en nuestras cabezas. La señora Carmen Carrillo, en aquellos puntos en los que se hacía inevitable la comparación o la simple evaluación, aplicaba su máxima de “No te sientas mal, que esto es producto de casi treinta años de experiencia”. Es aquí donde el centro se vislumbra, pues más allá de la simple colocación del epíteto, había una condescendiente llama, como la de una madre novísima frente al más nervioso de sus hijos. He valorado la experiencia mil veces en mi cabeza y no tendría otra cosa que decir: la comparación inevitable entre el “yo” de ella y el mío propio, que poco tiene que hacer ante aquella esfinge del periodismo venezolano. Pero yendo más allá, caigo en cuenta en la necesidad de definir al periodismo de mi país con esta respetable periodista, que más que bien lo que ha hecho es decir lo que le ha dado la gana y como le ha dado la gana, algo que no tiene en lo absoluto nada de reprochable, sobre todo cuando ella misma, dentro de esa mirada divergente, está muy consciente de la responsabilidad que eso amerita: el de asumir la responsabilidad de lo que dice y hace. Caeré en cuenta de la ya destacada labor de ella – y me disculpa las confianzas, señora Carmen, pero el afán del escritor es superior al “yo” periodista – a lo largo de los años en periódicos como El Nacional, y El Universal. Pero eso del periodismo venezolano me suena siempre a poco, a caída libre, y la física del endemoniado esquema de la pirámide invertida, de “las cuatro doblevehache” y el encarnado sentido de la noticia como patrimonio cultural del día a día. Aquí me estrello. Aquí tiro la toalla. Aquí no juego más. Y no juego más porque pareciera que en la provincia, encontrados todos en este arrecife de contradicciones y caracentrismos, termináramos todos por colocarnos en un saco inmerecido. La pregunta de rigor y a donde va toda esta alharaca amanecida es: porqué en Guayana no nos merecemos lo que en su momento fue El Diario de Caracas para la capital. Porque somos muy poco pueblo para tal empresa, y vaya que es un salto. Trataré de explicarme. Egocéntrico fue lo más cercano a lo que podría definir porque entre la señora Carmen Carrillo y yo hubo un centro para cada quien, y cada quien buscó ubicar al otro en el centro, y por cuestiones de eslabones, terminé siendo yo subyugado. Y pasó así por el orden natural de las especies, por el gatear primero para correr después. Tal vez, dentro de mi hay excusas, tal vez hay divergencias entre el tono de lo hablado y de lo escrito, porque para mí escribir es una cosa totalmente diferente a lo que es para la señora Carmen Carrillo, y es que la discusión no es esa. Pobre sería yo de personalidad al pensar o tan siquiera imaginarme algún tipo de reflexión por parte de tan distinguida profesional de la comunicación, para cambiar uno que otro paradigma. No. Eso sería, además de iluso, una muestra de falta de respeto y mucha soberbia, y créanme los que leen esto, si hay alguna persona a la que respeto mucho es a la señora Carmen, porque a pesar de sus deidades, a pesar de sus reglas, no afincó su fuerza entera, que hubiera sido aplastante, a que doblara mi arte por una versión mecanizada y desalmada de mi yo escritor. Ella simplemente hizo su trabajo, por el que se destaca, el mismo trabajo que pone comida en su mesa y le permite criar a su hija y vivir de lo que le gusta. La señora Carmen Carrillo y yo, en el egocéntrico sentido de la palabra, pertenecemos a dos mundos distintos, aunque basados en las mismas lógicas. La penosa diferencia es que yo no puedo vivir de lo mío como ella lo hace de lo suyo. Tal vez sea la prerrogativa que me lleve algún día a la tumba, frustrado ya. Pero lo más relevante del asunto es que terminé por someterme, y que en esos momentos de aprobación necesaria, ella me decía que estaba cada vez más adentro de su mundo, que en Venezuela es el que vale la pena para los periodistas.
Recientemente tuve la oportunidad de hojear libros en una conocida librería de la ciudad. En la contraportada azul, una definición muy cercana a mi sentir me presenta en forma clara el punto de partida de todo este desastre: “El periodismo tradicional cuenta los hechos de manera objetiva y trata de evitar cualquier apreciación personal que el periodista pueda hacer de los sucesos que informa. Como resultado de esta búsqueda de imparcialidad, el profesional del periodismo cae, a veces, en el mecánico método de escribir siguiendo esquemas preestablecidos que coartan su capacidad expresiva y seccionan la realidad tornándola demasiado abstracta, lo cual hace perder el interés ante el lector, último destinatario de la información”.
Hay dolor en el ambiente por lo descrito. Tal vez esa encuesta de la Unesco que determina que el venezolano promedio lee un libro al año sea capaz de hacer comprender lo grave de este asunto. En mi período de adaptación a la nueva-vieja manera de escribir comprendí el daño que le hacemos al país al hacer eso tan bien. El comunicador social en Venezuela es de por sí la expresión más infame del cachicamo trabajando para la lapa. Cosa seria si entendemos realmente la responsabilidad grandísima que tiene el periodista con su país, más allá de la conveniencia infame de tener cuatro lochas para comer, cosa también necesaria. Esta disyuntiva, este compendio de cuestiones ilógicas que demarcan una vez más la separación entre lo normal y lo común que tanto intenta definir Cabrujas, es lo que me lleva a este presente tan de paréntesis, porque no podría definirlo de otra manera. Catalogar a Guayana es llevarla a un horno encendido, y el guayanés es el ente pasivo que ve la quemazón. No es culpa de la señora Carmen Carrillo, y ni intentaré hablar de posiciones políticas que no vienen al caso. El hecho es que siento, tan sólo eso, siento que las cosas, haciéndolas bien, tal y como indican los cánones, están mal. En otros países muchas veces los jóvenes, dentro de ese sentir, encuentran nuevas formas de expresión que les permitan escapar de lo establecido como norma. En Venezuela eso es una quimera, una sentencia de muerte, una osadía que se paga muy caro. Probablemente esté firmando con esto mi sentencia permanente a formar parte de la inefable fila de desempleados de la profesión, y también es latente el día en que tendré que tragarme estas palabras, porque Venezuela es un atolladero para el profesional del periodismo, porque si no lo agarra el chingo, lo hace el sin nariz. ¿Cuáles podrían ser las razones para tal esperpento? El increíble sentido pasivo del consumo irracional, porque hay, dentro de las concepciones clásicas del periodismo objetivo, la máxima de aturdir con un lead la noticia para inducir al lector a leer lo demás. Esto me parece a mí tan sólo un ángulo del todo que ocupa al ciudadano, que también envuelto en su rutina, ve en los títulos y fotos de un periódico el colmo de la noticia. Un lead con gancho, como carnada, pesca al hombre en el descuido del título o el sumario, pero cómo hacemos para atrapar a la gente en la necesidad de leer leyendo más y leyendo cosas mejores. ¿No es esa la necesidad? El problema es que somos necios y no llegamos a ver más allá porque son los atributos del poder, que son los que pueden, los que dicen y desdicen, los que demarcan los lineamientos. La irracionalidad de la noticia escrita en el país sin ton ni son establece, según yo, el loco de mierda, un ciudadano pasivo ante lo que ocurre. La sección de sucesos se convierte en mar de calma, en bocadillo del día, y los aposentos mentales en que se depositan los cuerpos desmembrados son un motivo más para alimentar las tardes del chisme, con cerveza en mano. ¿Hemos en verdad entendido, desde nuestra profesión, que somos la piedra en el zapato de la sociedad, y que debemos ser una ladilla para los grupos de poder? Mucho trabajo sin duda. Mucho pensar. Mucho menos imaginar que las futuras generaciones estudiarán Comunicación Social dejando de pensar en el payaso de Luis Chataing. Él hace su trabajo, y lo hace bien, pero limitado a ese humilde espacio que le da la chanza y la jodedera. Carmen Carrillo hace su trabajo y lo hace bien. Los comentarios que pueden escucharse de ella son para considerarla una biblia en lo que a periodismo se refiere en Guayana. El que no hace su trabajo soy yo, porque en este contexto no hay trabajo dentro del periodismo para mí, porque soy otra cosa, y de paso detestable. Hemos permitido que los dueños de los medios, en principio, jueguen con nuestras vidas, y que añoremos un momento de lucidez para trabajar en el periodismo institucional, que es el que más o menos garantiza un salario decente para el profesional. Contamos en el país con un gremio que alza la voz cada vez que puede para luchar por la libertad de expresión, ¿pero qué pasa con la censura impuesta por los dueños de los medios impresos a la hora de publicar o no una nota, dependiendo de los socios comerciales que se tengan? Un gremio distanciado del primario interés del periodista en Guayana, que ni piensa en comprarse una casa, o un carrito, porque de vaina y pal cine. ¿Qué pasa con eso? Somos arrechos para mentarle la madre al presidente de la república, somos arrechos para definir a una sociedad que nos desdibuja, que nos mantiene pendientes del respeto a sus derechos pero que no mueve un dedo por los de nosotros que también formamos parte de ella. ¡Qué carajo! Comunicación Social se ha convertido en la carrera del mandibuleo, en el fetiche sexual de los que buscan una voz ampliada o una foto en primera página. Somos la expresión del país de las mujeres más bellas, y nos encargamos de solidificar la idea con maquillaje dependiendo de la conveniencia. Con mi corta experiencia en prensa he aprendido a sentir por mi carrera algo que no pensé sentir nunca: vergüenza. Y lo peor de todo es que, como un sólo palo no hace montaña y mis dos hijos necesitan que su padre sea un ente activo que lleve plata pa la casa…
Y que Tomás Eloy Martínez, una vez fundador de El Diario de Caracas, y de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, me dé su luz desde allá, su igual y diferente paz de los sepulcros.
J. Gregorio Maita
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