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Lobo y su luna menguante

Un perro saca la lengua y vacía en su inocente actividad pequeñas trazas de saliva en la puerta de vidrio del balcón. Era uno de esos caninos que lambía y ladraba en sus pequeños reposos cuando su dueño, detrás de la transparente barrera, se detenía en el camino de salida a observarlo y a hacerle muecas ridículas de humano que terminaban siempre por excitarlo más. En esos casos, que en los últimos días no eran muchos, pues las salidas se fueron convirtiendo en lo natural de la rutina del no sé sabe dónde está cada quién, por el paso laborioso de la juerga, el casino, el bar, la casa del otro y el aquel, por la bonanza empírica y esporádica, el perro saltaba en brincos imposibles que hacían al dueño reírse de su instintiva estupidez. Esta vez la cuestión era diferente, pues en la salida, en el acomodo de las llaves, en abrir la cortina del balcón y ver al perro, sin morisquetas porque el pecho duele, va y se sienta cayendo pesado en la mesa del comedor, dándose duro contra el vidrio, paralizado ahora en el piso sin remedio. Así encontró la mujer a su esposo, muerto en medio de la sala comedor que tan hábil adornaría con un gusto entre clásico y minimalista, con sillones grises, cuadros salidos de una galería de verduleros y una mesa de esas que se expanden por si acaso la visita es como para más comensales. Ahora el perro aúlla, entre seguir embarrando la puerta con su baba asquerosa, con muestras de burbujas diminutas y unos trozos pequeños de alimento para perros de tamaño pequeño como él. La mujer llora, se arrodilla, sopesa el brazo que cae, vigila la respiración que no existe y el aliento que trata de ver más allá de la sensación de un aire acondicionado que rebota de la superficie del techo, para en la mesa – rota -, va a la pared donde una imagen uniforme de una playa desierta mirando al infinito mar tiene un marco cuya curva inferior le da un golpe en la oreja a la mujer que por un momento piensa en las esperanzas. Nada que hacer. Desesperada, tartamudea el teclado del teléfono con los dedos, y sigue tartamudeando el hablar con su hermano para que la ayude en este difícil percance.

-Cayó en seco. Rompió la mesa y todo – en el funeral.

-Verga pana – se rasca el cuello -. Yo le dije a ese güevón que tenía que cuidarse. Últimamente lo único que hacía era comer y tomar. Ya ni dormía.

-No joda. Todo el mundo decía esa vaina – se acercan para hablar más pausado y en respeto al velorio señorial -. De paso que no es la primera vez ni nada. Una vez en la casa le dio una vaina. Pero esa vez como si nada vino Natalia y se lo llevó. Yo tenía tiempo diciéndole que lo cuidara, que ya no son unos carajitos…

-¿Cuántos años es que tiene ella?

-No sé. Como unos treinta.

-Pero ella está en mejor forma que el compadre. Déjate de vainas.

-Pero es eso lo que te digo. Yo la veo a cada rato en el gimnasio y montada en cuanto aparato te puedas imaginar tratando de bajar los cuatro cauchitos que tiene – da espacio al trago de whisky -. Esa vez que estaban en mi casa yo le dije que lo jalara pal gim a ver si le bajaba la barriga. Pero que va – su índice toquetea la cien -. Falta de criterio hermano. Puro esnobismo.

-No joda. Esta gente como que piensa que son inmortales. Que nunca les va a pasar nada.

La viuda, con todo y eso llora. En los procesos de adaptación a la falta recuerda con nostalgia al mejor de sus amigos, quien contara con su presencia de inmediato al enterarse de la noticia. Volaban los rayos hambrientos en la costa, el puerto capaz de dominar lo que sea en su tormenta divina, y el olor a basura, a azufre, y la persistencia del diablo que anda cerca. Era él, mientras caminaba, una sombra. La había reprendido muchos años antes, en una tarde, de esas tantas en la terraza de la casa de sus padres, cuando le tocara las tetas sólo para saber qué tan bien le quedaba el sostén.

-¿Y cuánto te costó?

-No sé. Como quince.

-Verga. ¿Tienes mucho real acaso?

-Yo no – suelta.

-¿Quién tiene entonces?

-El – se le aproxima – vecino.

-Yo sé que el vecino tiene real, pero eso que tiene que ver con el sostén.

-¿Tú te acuerdas de la amiga mía que te presenté en la graduación del marico del hermano tuyo?

-La bicha esa. Si, si me acuerdo. ¿Por qué?

-¿Tú sabes lo que hacía la desgraciada cuando no conseguía autobús para su casa?

-Sí lo sé.

-Pues eso mismo hice yo con el vecino.

Se alarma. Pone su mano en la frente y cierra los ojos como si ese fuera en realidad un método efectivo para que las imágenes se vayan de su cabeza. No, no lo es.

-¡Qué cochina eres!

-¿Y por qué – ríe a carcajadas – si más bien lo que hago es una labor filantrópica?

-Filantrópicas son las bolas mías. Tú si eres arrecha.

-¿Pero por qué?

-¿Cómo que por qué? – sí, cómo es eso.

-No me veas con esa cara.

-Coño mija. Y con qué cara quieres que te vea.

-Fue tan sólo un intercambio comercial.

-Qué puta eres de verdad. Y lo peor de todo es que eres bien pendeja.

-¿Y entonces? Si me vas a insultar entonces no te cuento nada.

-Mira – la toma de los hombros, calma la mirada por la calidez del fraterno confidente -. Eres una pendeja, no porque le hayas mamado el chaparro al bolsa ese, sino por cobrarle tan barato. Por eso las prostitutas cobran más de treinta.

Ella llora sentada al lado de un ataúd marfil brillante. Su pañuelo, lleno de lágrimas y mocos se desprendía de su cara como una faceta más. Las lánguidas expresiones de desesperación ante el futuro, muy incierto si se ve por la ventana, con el perro todavía dando tumbos por el amo marchitado hasta morir, y la vida descalza se topa contra la pared que le rebotó el aliento falso del hombre, que posiblemente no era el de su vida, pero respetaba en su consistencia, por lo menos con ella llamándola para cualquier cosa innecesaria, que a pesar de los tantos años que le llevaba por encima, parecía ella su madre. Los niños venidos del matrimonio – dos niñas bellísimas – no lloraron al papá. La ausencia de él era como una cosa normal. Y la familia, escondiéndolas del dolor como si el dolor matara o atrofiara la cabeza de princesas venidas al más o menos por ciento del descalabro. Ella llora por él, porque a pesar de todo lo quería. Nunca en sus andares de mujer casada se atrevió a tomar caminos verdes o canas dispersas al viento. No. Se mantuvo firme, digna, casi atolondrada por la vida rutinaria – aunque no tanto – de aquel gordo afable y escandaloso que era su marido. Vino a tocar a la puerta de su casa una vez que por pura coincidencia se le accidentó el perol de carro que cargaba en aquel entonces. La vio y quedó lelo. En aquella época, Natalia no sufría los embates de los años que le pasaron por encima. Si bien su estatura se prestaba para la burla de los que la calificaban de enana, no era para tanto. Mantenía, eso sí, una figura firme, esbelta, con senos que muchos pensaron eran más grandes que su cabeza y un abdomen sinuoso y marcado, tan fuerte como para mantener el cuerpo unido en meneadas salvajes de discoteca. Pero ya no. Su cuerpo sufriría los avatares de las cesáreas y la vida de fiesta en fiesta en la que su marido la mostraba como trofeo, aunque su cara mostraba siempre el mismo desenfado de su desfachatez adolescente, y lo que fue su cintura, mostraba algo de la agilidad de antes, con todo y las discretas lonjas de grasa acumulada.

Vuelve la memoria hacia atrás el hombre que va llegando buscándola entre el tumulto.

-A veces siento que me estoy crucificando.

-¿Qué te pasa mijo? ¿Te pega la luna menguante o naciste así?

-Cállate la boca ridícula – la carretera adornada de brillosa intensidad por la lluvia conmovedora.

-Ta bien. Disculpe licenciado que haya molestado su majestad. ¿Será posible que me perdone?

La mira y el reojo se convierte en mantra. Ella en el asiento del copiloto con las piernas cruzadas. Se miraron perdiéndose, y en eso cruza la calle un perro. Después de la maniobra

-Coño mijo. Deja de estar buceándome y fíjate en la carretera.

-No veo un coño.

-Tranquilo vale. Yo sé que estoy buena pero no es para tanto.

-¿Qué le pasará a la estrella esta?

Esa era su manera particular de llamarla: Estrella esta, o viceversa. No Estrella sólo, como sería lo más normal en un mundo de elogios empapelados. Y estaban los invitados a la penuria rozando su hombro, palmeándolo, diciéndole de corazón o no el sentido pésame, qué pérdida tan lamentable, etcétera. La familia del difunto se mantenía, como se podría pensar, al margen de la situación. Ese matrimonio había sido un absurdo desde el principio – pensaba la suegra de Naty – y siempre hallaba la manera de recordárselo, ya sea con desplates frontales o con olvidadizos y convenientes silencios.

-¿Cómo le va a esta Estrella?

Sus ojos se iluminaron una vez más. Estando más sola que la una, pues su familia poco podía hacer para acompañarla debido a la lejanía, no pensaba en contar con nadie más que con amigos a medias. Allí apareció el hombre, alto, recio. Casi en nada habían cambiado sus facciones desde aquellos tiempos de conversas en la terraza. Tan sólo una barba bien delineada que le daba un aire de maduro y serio. La última vez que se vieron había sido hace siete años, justo antes de casarse con el viejo, aunque ni tanto. Él trataba de advertirle que ese asunto del matrimonio era una cosa seria y le preguntaba constantemente – con honesta preocupación – si estaba segura de lo que hacía. Ella, en respuesta simple y clara, le tiraba la cédula, recordándole también que él mismo había cometido la burrada de casarse. No se verían nuevamente hasta ahora, siendo el único vestigio de contacto un encuentro fortuito por el Facebook.

“Hola amigo… espero estés bien. Deberíamos cuadrar un día para vernos y ponernos al día : ) Besos…”

Él, entre curioso por la invitación de una buena amiga de tantos años, hurga en sus fotos y descubre la cara de dos niñas, nacidas en seguidilla, acurrucadas en los brazos de su madre, exageradamente maquillada.

“Qué lindas tus hijas. Dios las guarde”

“Gracias. Vamos a ver si algún día te pones a producir muchachos tú también :P”

Y nada más. Para qué. Las comunidades virtuales ponen a la gente ridícula, y ellos lo saben. ¿Reunirnos para ponernos al día? ¿Qué Dios las guarde? ¿Muchachos después del divorcio? Palabras ajenas a sus respectivos ángulos desde donde se vieron el uno y el otro. Era extraño tratarse con la jovialidad de los perros, lambiéndose las orejas o los genitales. Qué hipócritas. Así transcurría el funeral. Los primeros instantes corrieron en un abrazo largo y fuerte. Ella se apretaba en la espalda del amigo como si soportase su vida colgada de un puente. Él, en un movimiento rápido, dio paso a los que iban llegando a darle el pésame mientras aprovechaba de huir del melancólico momento. Y la lluvia. En el entierro se extendió la caravana ardiente entre humaradas de monóxido, cornetas y luces intermitentes. Para los pocos que se dieron cuenta del hecho, el agua al correr le calmó el llanto a la viuda, la sostuvo en un pequeño letargo mientras llegaban pausados al cementerio detrás de la carroza gris, cada quién llevando su coronas plenas de flores amarillas y blancas que escurrían el agua. Había un sereno frío, tropical a pesar de todo, que embargaba el aire pesado de esa situación tan complicada y difícil. El Lobo, el amigo de la viuda desde su Bronco azul con blanco, fumaba un cigarro en aquellas ocasiones en que se sentía particularmente extraño. Y era raro que lo hiciera, tan seguro de sí, tan normal. Pero pensaba calmadamente en lo mucho que conocía a esta gente, en lo mucho que sabían o sospechaban de sus gustos – con respecto a la viuda – o de sus extrañas desapariciones en las que no se le veía en meses, regresando al pateadero bien plantado, con la… y todo lo demás. La viuda recuerda y sonríe.

-Yo no sé qué estoy haciendo aquí.

-Si no lo sabes tú mijito, quién.

-De pana que – se atasca con una cotufa -, no sé qué le pasa a Camila. Primero empieza con la güevonada de que quiere irse conmigo a Colombia, después que no puede porque su papá la va a matar, después viene a decirme que si yo, - se señala y mira a Natalia entre la bruma de los trailers promocionales – yo…

-Quítate del medio.

-…yo soy el que no quiere que vaya porque seguro – hace comillas – debo tener a una “cachaca” vista y me va a molestar en mi aventura.

-Ajá.

-¿Tú me estás parando bola?

-Nop. Para nada. No me interesa Camila, ni si te vas o te quedas. Lo único que me importa es ver la película así que deja la ladilla y acomódate que me estás aplastando.

El ataúd recibía las miserables gotas que le lanzaba el cura. Las palabras se iban con el viento mojado, y los pañuelos fueron substituidos por la mirada absorta en un vacío, pálida la cara, inexpresiva. Él, parecía aullar en su incomodidad de conocer a tanta gente allí reunida, y que lo saludaran y le preguntaran cómo está la vaina y tal y qué se yo. Les respondía con monosílabos guturales, recién salidos de la bilis rabiosa que sintió al verla tan decaída, con su cuerpo descuidado, y con un sentimiento tan verdadero que le daban ganas de correr para aullar en otro lado. En eso no sentía las gotas caer del cielo y se dejó llevar por el caminar, los pies llevándoselo sólo hasta delante de donde estaba ella, a pocos metros, a una esquina del hueco profundo donde estaban enterrando al tipo. Ella reaccionó. Un poco los ojos se fueron a donde estaba él y la boca pareciera abrirse para hablar, pero no. Él se dio cuenta y no dejó que le estorbara más su pena ajena y se acercó furtivamente, acuclillándose al lado de Natalia, tan dolida y sola Natalia.

-En lo que termine todo me voy contigo – escuchó él en su oído, con un aliento tibio que le recorrió el cuello almidonado de la camisa húmeda. Sucedieron la fila de llorones, rabipelados malpuestos que sanguinolentos chuparon el cuero del quien ocupa en centro de la ceremonia, y baja y baja, y cae y cae el agua. Seguían los bebedores de vino champanizado – no había para más – y se reconfortaban en los techados verdes quitaypon. Era una loquera el estilo de los hombres que tratando de pasarla bien, rehuían los chistes malos por complacientes encuentros con otras mujeres que se atrincheraban para que el pelo no se les dañara. El calor y sus oficios. Se arremolinaron tanto hacia adentro que en lo que el toldo terminó por tropezarse con el primo que se cayó por estar borracho hasta la madre y ofrecería una excusa a la viuda. Pronto se montaría en la Bronco del amigo y disfrutar de esos dulces momentos en los que podía disfrutar del frío repentino del aire acondicionado acoplado sensiblemente a lo enchumbado del vestido. Ya avanzaba el camino y la dirección se iba filtrando de sus labios poco a poco.

-Se ve que te está yendo bien.

-No me quejo – a la derecha y derecho hasta la bomba.

-Antes eras más educado.

-¿Por qué?

-No me has preguntado cómo me ha ido a mí… - de esos silencios de espanto por no entender un mal chiste.

-Qué bolas tienes tú – la mira como si recordara las veces en que la llevaba y traía en su catanare de los setenta, herencia de su padre. Ella sonríe un poco, apenas se notaba, pero esa sonrisa tímida se extendió hasta el último vestigio de la meta.

-Métete en este portón.

-¿No tienes más nada que arreglar de papeles ni nada…?

-Qué se jodan como me jodí yo. Para eso está su familia – fría, fría, frío, voltea la ventila del aire a otro lado.

El primer piso de añoranza, de olor a perro y desinfectante. El primer piso de recuerdos encontrados en la puerta que es suave para cerrar y dura para abrir. Este hombre es un caballero que la ayuda con la llave mientras Natalia se excusa por su debilidad frotándose la frente. Al entrar viene en ella un terremoto de colmos. Su sala aún retine en los bordes de los rodapiés pedazos del vidrio de la mesa que no ha sido repuesto. El perro se asoma por el balcón sin el más mínimo interés por saber quién anda por allí. Nada pasa entre la nevera y el sillón de la sala, esos muebles grises, nuevos y aterciopelados que adornan todo con un sentido muy de luto, como pensado para el cruel momento. Allí se lanza ella y le indica al hombre que si quiere algo que está en su casa, que se sirva lo que guste, que total, para eso hay confianza. Una vez sentados frente a frente, él con un vaso de agua, ella con un llanto en puerta.

-Qué peo – mira una foto grande con la familia entera puesta en el centro de mesa.

-Dímelo a mí.

-¿Y qué pasó con las niñas?

-Están donde la abuela.

-Pero ¿no le han dicho nada?

-No. Pa qué. Yo ya ni sé qué les voy a decir – empieza otra vez la llorantina.

-Ya ya chica. Tranquila que esta no es la primera ni la última que pasa eso en una familia.

Empieza el abrazo reconfortante. Es la historia de la calamidad que pareciera comerse despacio el suelo de la gente que claudica entregándolo todo a la suerte. Fue su vida un compendio de emociones dispersas en un plato llano. Un océano de buena vida, un centímetro de profundidad – sé que no es así pero… - en torno a los closet rosados de los cuartos de las niñas, de su regordeta cintura, de sus tetas enormes, de su cara desdibujada en maquillaje corrido. Sus hijas, bien habidas en el temprano arte del machismo, contemplaban a su padre con la máxima de las glorias, el gran consuelo del pobrecito. La madre no era otra cosa que un mueble, un objeto que si bien se movía y respondía coherentemente a las órdenes de los comensales y a las faltas de respeto, se mostraba inerme cuando de exigir se trataba. El muerto, cuando estaba vivo, no tenía que hablar en voz alta jamás, sólo daba las órdenes dos veces, y eso era más que suficiente ya bien entradito el siglo veintiuno. Por eso el abrazo, el pecho latente del hombre quien fuera la mugre de sus uñas, que en el pasado varias veces se le ocurriera entregársele sólo por gusto, por pasar un buen rato entre orgasmos y peripecias sexuales cuasiexperimentales, en ese trapecio bamboleante en el que convirtió su juventud cuando a la primera de cambio tuvo que formatear el disco duro. Y quién la entienda ahora, mansa, en su posición tan fetal y penitente, rezando, poniendo a Dios al corriente de la locura que le pasaba por la mente en una jornada tan difícil. Bruta.

-Necesito sentirme bien.

-Quieres una pastilla – qué bolsa.

-No – levanta la cara y lo mira. Él huye dentro del mismo cuerpo que ocupa. Ella lo toma de la barbilla y le ajusta un beso medio forzado que no pareciera despertarlo -. Quiero que me lleves al cuarto. Quiero gritar como gritaba Camila cuando te dejaba usar mi cuarto en la casa de mi mamá cuando te la cogías.

Era corto el paseo del cargarla, regañado eso sí, como sin querer la cosa que debió consumarse años atrás, ya con toda esa historia y ese dolor tan extraño y ajeno de ver la foto de sus hijas en el Facebook. Ha repasado tantas veces el discurso del amante reservado para los momentos especiales. Ha estudiado palmo a palmo los movimientos, en sueños de madrugada fría, con esa erección prominente que, sin darle fama por la discreción exigida, le daba seguridad de que en sus peores ratos, por lo menos algún suspiro anhelante sacaría de la boca de sus consortes. Ella se cubría en su sombra para que la foto no la viera, para que el perrito no la viera esconderse detrás de ese hombre que no era el amo al que ya le parecía extraño en la ausencia. Sus pasos se distribuían tímidos entre el peso de la amiga que tantas veces cargaría bailando en discotecas cuando quería demostrarle a los demás lo bien que bailaba. Boquiabiertos los testigos, sudorosos y expectantes veían las luces multicolores de los reflejos espasmódicos de los locales de moda. Quedaban extenuados en los amaneceres, sentados en el capó del catanare y se reían entre bocanadas de aire y cigarro. Estaban las puertas abiertas. Ella seguía acurrucada, imbuida en su dolor y placer, sadomasoquista ella, sádico él. El televisor lo recibiría en el suelo, el cual cayera sin romperse del todo. Botellas vacías, copas malogradas, cama desecha. Ella recordaba los gritos de Camila mientras tocaba la ventana sutilmente para que hiciera menos ruido, por los vecinos, tú sabes. Ella no recordaba placer en un marido que dormía temprano y cuya frustración traspasaría sus ganas de meterse los dedos de una mano en la vagina y los otros en la boca. Sopesaba el riesgo de disminuirle la hombría al que se vaciaba tan rápido, tan rápido, que apenas le daba chance de tomar un primer aire. Este hombre es fuerte porque la carga, la sostiene, en un tipo de protección controlada, física, más que social o económica – si se pone a pensar en la economía se le quitan las ganas -, y viajes a la playa o la montaña. Flotaba espectacular mientras cerraba los ojos y saboreaba el tabaco presente en la saliva de su amigo. Él, que tan suave la coloca en el desastre horizontal, la continúa buscando en un beso perenne. Para qué explicar el sexo desalmado, si son sus manos sosteniendo las nalgas de su amiga que sube y baja descolocada de gozo, con gritos agudos, mordiscos repartidos, saliéndose al rato del eje peniano. Ahora lo toma y succiona con aquella devoción, y se ayuda con la mano, y toca y palpa las grandes tetas de la amiga yendo a los pezones, y aprieta, esculca, somete. Concentrada en chupar su coroto la toma del pelo y amaga que la obliga, se hace el loco pensando que no le importa, que no la tiene donde quería y le dice que todo, que se atreva a hacer como le hizo al vecino aquel, a los hombres tales antes de su vida normal y cansina, todo, hasta la garganta. Y vuelve sobre él, y él sobre su entrepierna palpitante, toda mojada, toda llena de ese olor particular, y se llenan, se revuelcan en las páginas del libro que escriben solventando los ascos o posibles estorbos de moral. Están tan metidos en el asunto del intercambio de fluidos y explota ella, una, dos, tres veces, y descansa, se aprieta más, se suelta y se vuelve a agarrar. Cuando llega el aviso para él, ella, por el puro desespero de probarse en los sabores mezclados de ella y él, él que eyacula en la boca de ella, ella que traga y sonríe y lo besa, tramposa. Ellos unidos parecieran pegarse. Así estuvieron un buen rato. Abrazo de cuerpos sudados y amén, hasta que a ella le dio por la reflexión. Se levantó como un espanto, busco un franelón, los cigarros, y mientras la poca luz de la tarde todavía pegaba en la cara de él a través de la persiana americana se puso a fumar absorta de la compañía. Él aprovechó de ir a lavarse al baño sintiendo la extrañeza del acto repentino, de la vuelta de hoja. Cuando regresó la encontraría más ensimismada, recogidas las piernas y sentada en la cama, fumando, aspirando el cigarro, mirando a ninguna parte.

-No, no, no…

-No qué. Qué te pasa.

-No, no. Nosotros no teníamos porque hacer eso.

-¿Qué? – encoje ligero los hombros, deja de secarse con la toalla -. Tú fuiste la que dijiste que tenías…

-Eso no me da excusa a mí ni a ti a… a… deshonrar la memoria de mi marido muerto.

-Si quieres me voy y no hay problema.

-¡Para qué coño te vas a ir si ya estoy sucia! ¡Sucia! Me entiendes.

-No…

-Haz lo que te dé la gana. Si te quieres ir vete pal carajo. No me importa nada, ni tú, ni yo, ni ¡nada! – la voz escandalosa - ¡Estoy sucia porque me cogiste, porque me tragué tú leche como me he tragado las vergas de todo el mundo! Ahora no tengo marido, mis hijas no están conmigo porque no sé qué hacer con ellas y me siento ¡sucia!

Tira la toalla al piso violento. Se monta en la cama y la toma por los cabellos. Por instinto trata de quemarlo con el cigarro pero no puede. Él, atento y consciente de su fuerza, tira el cigarro de un manotazo y de regreso la mano suena pesada en la mejilla de Natalia. Ella se reciente, él la arrastra hasta abajo dejándola caer. Ella que quiere seguir gritando y escapar se tropieza con una de las botellas mientras iba corriendo a la salida. Quedaría tan conveniente colocada en la puerta del baño, mientras su amigo la toma por los cabellos nuevamente, la somete en el piso, y de manera intempestiva le coloca el pene, restregándoselo en la cara. Ella siente aquel pedazo frío, medio flácido, siente los testículos y los vellos rugosos pasándole por las mejillas, metiéndosele en los ojos. Ella intenta gritar pero él la fuerza a meterse el coso en la boca. La amenaza, le dice que mucho cuidao y se te ocurre morderlo porque no lo cuentas. Aprieta la boca mientras el glande, aún dormido, es empujado por una mano que lo induce a entrar, mientras la otra la sujeta firme. Natalia llora, rendida y con la boca llena, sus quejas se ven entorpecidas por el estorbo que le sabe a jabón de tocador. El lagrimeo y la cara de lástima hacen contraste con la expresión de aullido, con los dientes apretados y las cejas levantadas de su amigo, el gran consolador. Ya cuando la nota atascada con su propia saliva, el hombre levanta a Natalia. Ve en ella una mofa de lo que fue. Una mujer sometida a los escarnios provocados, débil. Y todo le da rabia y vueltas. Sostenida por los hombros pareciera levantarla una cuarta del piso de cerámica veteada en gamas de color cobre. Desde allí la lanza de nuevo a la cama, a su borde más cercano. El golpe la deja sin aire, y sin embargo sigue llorando.

-Abre las nalgas.

-¿Qué…?

-¡Qué abras las nalgas puta de mierda!

No se resiste. El signo del macho está erecto y es sostenido por un puño firme. Deja caer un trazo de saliva que va a parar directo en el ano de Natalia. Ella, que sigue llorando, pregunta que qué piensa a hacer. Él responde que va a darle duro por el culo. Mientras sostiene sus nalgas y dice que no, por favor, siente que palmo a palmo un objeto carnoso y pesado va introduciéndose en su recto causándole dolor. Sus piernas se tensan, aprieta el esfínter y el dolor aumenta.

-Si no flojas la vaina es peor.

Ya es el desconsuelo en su garganta. Vocifera piedad mientras aquel jadea en un crescendo de menos a más. Cuando ya los gritos sacuden su alma por el dolor de los años, la vuelve a tomar por los cabellos, ladeándole la cara.

-¿Te sientes sucia? – espera una respuesta pero ella está tan – Dime pues. ¿Te sientes sucia? – el se detiene para darle descanso a ver si responde.

-Sí.

-¿Y qué? ¿Crees que eso está mal? ¿Dejarte llevar de vez en cuando por las hormonas está mal? ¿O te ha ido tan bien siendo tan racional con tú marido de mierda? – hace una pausa. Ella esputa una queja – Tú todavía tienes remedio. Dale gracias a Dios que se murió el vergajo ese. Y esto que te estoy haciendo es por tú bien. A ver si dejas de sentir lástima por ti misma y te pones las pilas y te encargas de hacer de tus hijas unas mujeres arrechas, para que no sean unas pendejas como tú ni como el resto de gafas que se la pasan viendo novelas, mira que en la vida todo puede ser peor – se miran. Natalia más clamada lo mira -. ¡Estamos!

Un tímido asentimiento precede al lento retiro de la tortura. Ella queda en el borde de la cama. Él va de vuelta al baño. Ella se deja llevar por la gravedad y se sienta y lo mira cerrar la puerta mientras suena la llave del lavamanos. Natalia se levanta. Sí, camina renca, incómoda, pero camina. Así se sienta con delicadeza y enciende un cigarro nuevo en la mesa del comedor mientras escucha los pasos del hombre que se acerca. No se ven directamente.

-Bueno. Me voy entonces – diplomático no saca el rostro del piso.

-Dale pues. Nos vemos – la respuesta conciliadora.

-Disculpa lo malo. Es que a veces…

-No, tranquilo – sale una gran nube gris de su boca -. De vez en cuando uno necesita un buen sacudón en la vida. También así se aprende.

La puerta se abre difícil. El hombre sale. La puerta se cierra fácil.

J. Gregorio Maita

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