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Sol Guayanés

Victoria amaneció igual, tal y como había amanecido en los últimos cuatro días. Hablaba pausado como en delirios de fiebre y a pesar de mostrarse cariñosa y reír de las gracias de Santiago o los mimos ridículos de su baboso padre, permanecía en un limbo ya preocupante por el avanzado tratamiento. Este asunto de ser padre ya lo teníamos memorizado, con las correderas a los centros de salud disponibles según el horario, las colas, y el dinero del bolsillo, que como no era mucho parábamos a los mismos lugares cotidianos, donde la herencia genética de mi querida Patricia tomaría a mis dos amores por la garganta, azotándolos con las amígdalas. Admitimos que era rutina eso de de vez en cuando ir a parar a las colas, al nido de las enfermeras arpías que atienden a la gente como pensando en otra cosa menos en la mística profesional, o de aquellos doctores o doctoras venezolanos o venezolanas que pareciera dejaran la paciencia olvidada en algún sitio desierto, sin preocuparse por volverla a buscar, tal vez soñando con un sueldo en dólares. Íbamos en el autobús y recordaba sin cesar el tema de algún pana en el facebook sobre “lo mierda que es” este país. Por la pertinente indiferencia del apuro de mi padre no nos quedó otro camino que el del transporte público, tramoya podrida de una ciudad planificada por arquitectos y urbanistas de Harvard. Primero fuimos al hospital militar, en el Destacamento número 8, como buscando la suerte con la niña que camina agarrada de la mano de la madre, mientras el padre, absorto también en esa preocupada inmersión antinacionalista, trataba de parar el tráfico y abrir camino como si ya no estuvieran abiertos. Yo nunca quise tal cosa. Esa vaina del odio gratuito, de la excusa trasnochada que porque mi país no es como me gusta lo detesto, nunca estuvo en mis planes. Siempre razonaba que Venezuela no era más que una mujer maltratada por sus propios hijos, desde el mismo momento en que le salió del forro al hijo de puta de Américo Vespucio pronunciar tal sustantivo con sorna y desprecio. Claro que el hábito no hace al monje, así que el nombre de mi país, campamento, teta eterna, no significaba para mí lo que en su momento significó para el conquistador, pero eso ya sería otra cosa, otro tema. La cola en el hospital militar era inmensa, por lo que desistimos con cara de rabia del intento de pasar por encima de todos los demás con la pobre excusa de que Victoria es una niña de tres años, que en el módulo, cuatro días antes, le detectaron una posible Escarlatina, enfermedad esta que, según las estadísticas de sanidad, está erradicada del país desde hace tiempo, por lo que un cuadro epidemiológico pudiera presentarse como epicentro en mi casa, en la escuela de mis hijos, en la urbanización donde vivo. Fuimos entonces con el rabo entre las piernas al hospital de Ferrominera, cuya emergencia era gratuita y estaba prácticamente al lado. Cuando entré con mi esposa e hija – Santiago veía televisión de lo más tranquilo en la casa – me sorprendió sobremanera algunos detalles que se veían en su estructura. Brazos hidráulicos que detenían las puertas para evitar el portazo parecieran invencibles al tiempo, aunque su forma rústica y cincuentona los delatara. Gran parte del mobiliario que alcancé a ver pareciera de esos primeros años de la Guayana del hierro inagotable, con tubos encajados a los techo por donde corrían cortinas, con marcos de puertas de doble encaje, con bateas tan blancas y enormes como no vi en mi vida, con cerámicas redondeadas en los bordes de las ventanas que si eran nuevas, con los escaparates con bordes de latón de acero inoxidable cuyo óxido dejaba escapar por debajo de estos el metal viejo que conformaría el resto del mueble. No diré que nuestra llegada, y esa forma tan común de atención al público fue mejor o peor que en otras partes, donde uno sale profiriendo maldiciones a diestra y siniestra y venerando el día en que salgamos de esta pelazón de bola que ya carcome el orgullo de periodista pendejo por sueños insolubles. A la segunda vez que una enfermera alta, con frenillos de yegua me pidiera que me retirara porque no podíamos estar los dos al mismo tiempo con mi niña más bonita, saldría a una decentemente mantenida área de espera, donde los bancos modernos darían un extraño contraste con algunos de los detalles pegados de las columnas o las paredes que nombraban su vejez a gritos. Minutos antes le hacía referencia a Patricia, tan solo con el ánimo de cambiarle el tema como bajarle el suiche de la preocupación, que los americanos – gringos, imperialistas – con todo y lo mierda, hacían las vainas para durar. Saldría en varias ocasiones y evocaba en mi mente la perorata de la enfermera que decía que por favor, este es un sitio muy pequeño que hiciera el favor de salir, y dramatizaba claro en mi imaginación fugaz una cara de serio a muerto, junto con un Ahórreselo, seguido de mi sombra saliendo del recinto donde mi niña más bonita era puyada por otra enfermera incompetente que no daba con la bendita vena. Sentado justo al lado de la puerta leía entre aburrido y arrecho Rayuela de Cortázar – oh maestro – como saldando una deuda ya vencida, mientras pasaban deambulando pocas personas, entre otras que sentadas igual que yo veían en la televisión bajo una señal de video pésima, pero con un audio que tampoco era la gran vaina pero.., un programa de historias de mujeres, donde una presentadora infame, en vez de proporcionar una solución a las situaciones de sus “invitados”, los dejaba peor que cuando empezaba semejante bodrio televisivo. Tratando de concentrarme en mi lectura para alejarme un poco de aquel amarillismo, entra un hombre joven, de probablemente treinta y pocos años, bajo y grueso, con una chemise roja, casco y un radio, a ver si habría alguien adentro de esa sala que los ayudara con alguien que venía. Accedo. La puerta de la ambulancia se abre ante mí. Otro hombre, de piel negra y mucho más alto que el que vi anteriormente me señala que agarre por aquí, mostrándome una camilla donde se encontraba un hombre de avanzada edad por las canas vistas, y que repartía bendiciones y gracias a los tres que acudimos en su ayuda. Su aspecto detrás de la sábana blanca que lo cubría casi en su totalidad apenas dejaba ver su cara, cuyos cañones de barba parecían recientes, y un tubo de sonda que se asomaría indiscreto para decirme con su contenido amarillento qué tan grave era la cosa. Entre la puerta de salida y la de la ambulancia se encontraban dos sombras, separadas ambas por el voluminoso sol de las diez y media de la mañana. El señor, que en un momento me pareciera un cura por lo de las bendiciones y las mil gratitudes que vaciaba gratuitamente sobre nosotros, y un acento que en su momento oyera gallego, fue depositado con su respectivo armatoste para ir acomodándolo y llevarlo adentro del hospital. En medio de dar la vuelta para entrar, la camilla quedaría incrustada levemente en ese espacio de sol entre las dos sombras. El señor exclamaría mirándome con sus ojos verde olivo inmerso en una alegría desbordante: ¡Qué sabroso! – ahora se dirigía a mí - ¡Qué bello el sol guayanés ¿verdad hermano?! Yo, como atontado por los pensamientos y esa timidez propia de los locos, solo acertaría a esbozarle una sonrisa forzada como para darle la razón. Dos segundos después su cara, ya lejos de hablar conmigo, se tornaría roja y repetiría entrecortada por sollozos de un futuro llanto ¡Qué bello el sol guayanés! Pensaría como todas las cosas que pienso y que no digo, que con aquel efecto traumático del posible siguiente paso a la muerte – confirmaría que en realidad era argentino y su hijo trabajaba en Ferrominera y que tenía cáncer en el cerebro – que aquel señor venido desde tan lejos habría por circunstancias ajenas a su propia voluntad, dejado toda una vida en su país para quedar extasiado con el bello sol guayanés. Que su primer y fugaz expresión reflejara una felicidad por un sol que no veía en mucho tiempo, y al segundo fluir de su voz dejara relucir su destino ya casi al final de sus días, rellenando aquel astro con un halo de nostalgia, como si fuera la última vez que lo vería. Y yo que tanto me quejo de él. Del calor sofocante y de su intromisión por la rendija de la ventana cuando amanece. Y nosotros que dejamos de querer a una tierra que probablemente no quisimos nunca, y que quizás era lo que necesitaba para ser un gran país, o una gran región, en vez de una retahíla de malcriadeces malsonadas por internet, que huelen más a cobardía, a escurrir el bulto, que a exponer sabidas de desarrollo en círculos concéntricos de una cultura avanzada de algunos que no es tal cosa, sino un espejismo sabiondo que no nos deja ver más allá de las narices. La aventura de Victoria acabó como cualquier otra, en la casa y con unas cuantas inyecciones pendientes. Pero lo otro no lo olvidaré nunca. Qué bello el sol guayanés, y nos sabe a mierda.

 

J. Gregorio Maita

Comentarios

NANO ha dicho que…
.:.

es arrecho que nos sepa algo bien cuando lo queremos tanto y lo tenemos todos los días del mundo y no hemos tenido la oportunidad (la desgracia) de haberlo perdido alguna vez... entonces sabremos que la mierda no sabe tan mal, porque es nuestra...

.:.
Unknown ha dicho que…
Muchas veces la vida nos pone en circunstancias irremediables, sin escapatoria, que a uno le toca tragar grueso. A diferencia de los eternos amargados, que se quejan de todo, hasta del sol guayanés, hay que pensar que siempre las cosas pueden ir peor.
Somos una raza de inconformistas, pero algunos como tú, saben apreciar las pequeñeces que hacen girar al mundo a un mejor ritmo

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