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El Sueño profundo de Amaranta

a María Fernanda por su nacimiento

Trinaba el óxido de la ventana saliente y azul, marcada con los bordes de las cortinas deformes que una vez ocuparon frente a ella un humilde espacio, bamboleante como queriendo decir “no”, descansaba en sus bisagras taciturnas los tactos del tiempo rancio, añejo, pareciendo esperar que el ruido de su tortuoso óxido las callase de una vez, para así evitar el trino altisonante del desgaste. Crujía a su derecha, siguiendo el compás molesto, la vieja y olvidada mecedora compacta que parecía bailar sobre sus vaivenes después de repetir su función desechada desde los primeros años. Encontrábase de frente al pasillo oblongo de paredes estrechas y mohosas, cuya pintura caía sola al rozar del viento, formando una uniforme alfombra compacta, olor a cal y humedad, a lo largo de su manchado piso de terracota. Más allá del fondo despedíase el aroma desproporcionado de la candela, bajo el fogón, encima del budare, para la solitaria arepa vespertina de costumbre que se descosía del calor. Ya el dorarse más de la cuenta poco valía, el hambre se encerró en una máscara de amaranto, detrás de la contradicción de aquella que le exprimía los sonidos a la silla, al unísono de la ventana. Detrás de esta se escondían los árboles de copa alta y multicolor, el nidal de las gallinas que jamás ponían, el perro negro de fauces estúpidas que le tenía miedo a los ratones, el pedestal donde mataban los cochinos en la época de las buenas vidas, y los rastros puros de los pasos de tres generaciones. Eso veía asomarse temblorosa, mientras al atardecer se mecía tranquila, mientras la recién nacida Amaranta comía de la teta de su madre las gotas de leche que quedaban, concentrándose la otra, casi dormida.

Había sido pocos días atrás, cuando la costumbre le hizo pensar durante esos pesados meses, que la panza enorme propia de la maternidad formaba parte de si misma, creyendo que había nacido así. Pero fue en las últimas horas del parto, cuando la abrazaron las ganas de bañarse desnuda en el jardín lleno de los restos de las flores que le dieron el nombre a la niña, devorándose el mundo con la barriga gigante y las nalgas blancas y gastadas al aire. Durmió esa tarde en la cama profunda de pies enormes, de los primeros habitantes de la casa. Al despertar no la recibió más nadie sino la hija, arropada entre las piernas de su madre con el cordón umbilical.

Nunca supo entender la falta de dolor en el alumbramiento, aunque si le agradeció a un no sé qué, dada la soledad en la que se encontraba, nunca salvaría su vida y la de ella a la hora de nacer. Así, sola, como pudo, resignada a no salvar más ningún otro obstáculo debido a la falta de todo y la abundancia de nada, se sentó tranquila en la mecedora a esperar mientras tuviera fuerzas, el final del abandono…

Devoraba sinceramente con los ojos a su primogénita, dándole del pezón aún firme todo lo que pudiera, y soñaba despacio en algún recóndito escondrijo en donde esperarba lo triste. Imaginaba la cierta paz y sentía sin mirar al fogón ardiente allá en el fondo, donde apenas le llegaban los ojos, fijándose así hipnotizada en las brasas ondulantes de la leña recogida en la mañana. Sin despertar de la visión de su Amaranta, la inocente que tomaba el producto milagroso de la lactancia, provocándole el cosquilleo que tuvo una vez su madre, y la madre de su madre, en la misma silla del va y viene, traída accidentalmente de Portugal, sin expresar alguna reacción adversa en medio de la atracción salvaje de su madre, a pesar de su propia ruina. Reposó así durante los mil llantos, diurnos y nocturnos, en la pose fija, terciando al arrebiate del brazo blancuzco, en la misma glándula izquierda de los días anteriores, pegada al corazón.

Dijo en un momento de lenta sobriedad, que su niña tendría que ser mejor que las estirpes anteriores, si algún milagro las salvara del naufragio absurdo donde sumergidas se hallaban. Se dejó llevar por la costumbre heredada, volviendo a empalmarse a la mecedora, al lado de su ventana robada con la brisa, sonando sus trinos parlantes, y la arepa quemándose arbitrariamente, despidiéndose de la ternura de su compacta simplicidad.

Enfocada en un punto fijo despegó como enfermiza de la tierra, agarrada del brazo de la otra, vacilando las desgracias asomadas, flotando dulcemente…; así salio detrás de la candela humeante un espectro sonriente, de cara arrugada y sin cabello ni cuerpo que los sostuviese. Embelesada lo miró con las pupilas húmedas y claras, y esos párpados enormes contando la saliva con los labios delgados, emitiendo un programa divino y elocuente: “Dígame usted señora mía, en la razón que valora la vida y se encierra en un pedazo de carne infante, cual seria para mi el orgullo, substanciado en la luna que nos ampara. Dígame si es hermosa, mírela, arriba, con su natural y esbelta forma de cuna, brillante y calmada, es así que usted mira, boba, con el pequeño genio y figura de aquello que es poco más que una cosita, le parpadea de vez en cuando, así le habla, si hasta parece ronca, y duerme tranquila; eso si, no ignora lo que pasa. No se decaiga señora, deje morir lo que no ha visto la luz, que eso es abono para la flor que en su regazo descansa. Imagínesela en la vida descalza, tocando la tierra sin pena, como no lo hace la gente grande, natural, señalando las estrellas, si, esa misma que usted señalo en su momento, fíjese, ella también lo hace. Por favor, invite al mundo a ver su espectáculo”.

En medio de las palabras, fue castrante la interrupción abrupta en donde la bebé se separó del seno de la madre y abrió los ojos que no había abierto nunca, y despacio, el regaño inteligible se irguió ante ella como un espanto: “¡Mamá – sobresaltada dijo la niña – porqué lo escuchas y no despiertas…?!.

Y con las artes de las magias hizo desaparecer la casa derruida, se esfumó la maldita mecedora con todo y su ventana, se transformó el ambiente por muchas cosas, esfumándose los sórdidos detalles, los más patéticos. Despertó más allá de la somnolencia, abrumada por el ruido todavía intacto del incendio que la desmayó de golpe minutos antes, sorprendiéndola en un noveno piso, en su oficina, en su trabajo, con su hija recién nacida dormida, a pesar del alboroto de la emergencia, acurrucada en el moisés.

Nunca hubo terror más grande que la visión del fuego consumiéndolo todo. Se sintió paralizada por milésimas, hasta dejar explotar su instinto. Tomó sin rastro alguno de delicadeza a su niña en brazos, y se abalanzó sobre la cegante escalera, descendiendo muy rápido, rápido, menos rápido, y agotada en la planta baja se dejó caer en los brazos de cualquier sombra que pudiera sostenerla. Volvió en si después, por la sola preocupación. No hubo duda en lo absoluto delante del corral, al encontrar aún dormida a Amaranta, contenta por haber enseñado que lo perfecto del cariño no se encuentra en las palabras, sino en el verbo que las contiene.

 

J. Gregorio Maita

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