El movimiento de las manos y la escopeta con sus bocas abiertas. La izquierda que sostiene la culata firme, como un pasamanos, como un hacha, como un control absoluto. La otra se debate en los cartuchos que apoya sobre su ingle para meter uno y después el otro. El fondo del fondo es verde, agolpado por rayas de un amarillo muerto por el verano inmisericorde, replegadas en inclinaciones esporádicas al suelo por el viento que por ese raro momento era frío, calculador. Antes del fondo hay un hombre con sombrero que grita. La otra figura, pensar en femenina belleza y solemne desgracia e indefensión, sólo recorre las manos más allá del ángulo de la esquina del porche combinado entre madera, metal y cemento. En cortos avatares mostraba en sus manos condescendencia, miedo más bien. Un para, sin esculpir su colmada paciencia, y el hombre vocifera en conducta regia, firme, incólume en su desgracia, en su barba de días, en su descuido de vida, en la cosecha perdida y en el reclamo sobre las gallinas. Las gallinas no sé qué y no sé cuánto, y cercano a este punto de vista la mano que coloca los cartuchos en la posición correcta, y el crujido leve de la escopeta que se cierra, y los percutores se acerrojan. Ahora las manos cambian, se turnan en cortejo cuando la derecha pasa al disparador y la izquierda se posa debajo del cañón en el pedazo de madera debajo de éste que no importa como coño se llama pero que estaba allí cuando encontró el asunto debajo de la cama cuando empezó a escuchar los gritos. Avanza en pasos reducidos. Se siente crujir el piso. Una pausa repentina y el fuego baja. El hombre del fondo disminuye su tono, baja la cabeza, reflexiona. La voz de la mujer pareciera relajarse en la distancia mientras se aleja su eco y el viento frío sopla más fuerte. El que sostiene el arma se agacha pensando que lo verán antes de tiempo. Tiembla por un momento, y pequeñas gotas de sudor helado se asoman. De repente una ráfaga de billetes salen disparados sobre el rostro. Y aquellos insultos de vieja arrecha que dominan el aire. El hombre del fondo va levantando su rostro, y el sol le llega de frente a los ojos. Arruga la cara. Respira profundo. El de la escopeta retoma su camino en lento, respira y respira esperando llegar cerca, esperando el momento necesario. Cuando llega al punto vuelve a agacharse. La discusión allá adelante vuelve a cocerse. Los fuegos, la madera se arrima otra vez a la candela. La escopeta se levanta, apunta. El dedo en el disparador se acomoda, acaricia la pestaña de metal y se sujeta firme. Ahora el movimiento pausado de su acción se transforma en un pum-pum infantil. Los dos que discuten se alarman. Un niño pequeño, quizá de cinco años apunta fiero a su padre con una escopeta de juguete. La madre y el padre que lo miran se sorprenden. La mujer se alarma y vocifera argumentos sobre la violencia y lo que aprende el carajito viviendo en este monte. El padre lo mira de frente y sigue sintiendo rabia en la cara del primogénito. Parece que camina hacia él. El niño lanza otro pum-pum “estás muerto”. La altura del porche los coloca cara a cara. El hombre lo toma por los hombros y le pregunta si de verdad lo quiere matar. El niño asiente temeroso.
-Entonces será mejor que me vaya. Cuida mucho a tú mamá… - y el viento volvería a su acostumbrado y cálido arrullo de verano saliente.
J. Gregorio Maita
Comentarios