Una casa hecha de bahareque se encuentra rodeada de tierra seca. Su techo de zinc es brillante. El sol empieza a salir al mismo tiempo que una hornilla rudimentaria empieza a encenderse. De la puerta sale un niño caminando poco a poco. En su risa se nota alegría de nuevo día. Se detiene ante el camino de tierra frente de su casa por donde pasan algunos carros dejando una estela de polvo detrás. Aquero se apresura a pasar justo a tiempo antes de que pase otro carro a toda velocidad. Hay un barranco donde se nota la leve presencia de la humedad selvática en degradado de arriba hacia abajo de menor a mayor. Hay un paso pequeño por donde baja Aquero. Al fondo se ve una selva extensa, abrumadora. Aquero camina cuando llega abajo con el sol que lo perturba un poco, hasta llegar a la sombra de los árboles. Empieza a escucharse el riachuelo. La cascada diminuta da origen a un pequeño descanso de agua mansa. Aquero capotea y salpica con los pies la tierra y las rocas alrededor en la orilla. Ahora Aquero se sienta en lo profundo con la cabeza sobresaliente y juega con sus manos a que son carros a gran velocidad que pasan por su casa. Escucha un silbido. Su cabeza se paraliza, sube y el remoto sonido familiar lo empuja a salir del agua. Corre por donde vino hasta perderse dentro de su casa. Se agacha y gatea debajo de la mesa. Las piernas de su madre se atraviesan por momentos. El niño se sienta mientras su madre le sirve el plato. Ella le dice “Te lo comes todo. Ya debe estar fría la arepa.” La mamá le da un beso en la frente. Aquero sonríe mientras mastica.
J. Gregorio Maita.
J. Gregorio Maita.
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