Había un cuerpo inerte que se dislumbraba despacio en la costa. Aquella orilla desplegada a lo largo del valle taciturno cambiaba de colores pálidos a tenues manchas oscuras al paso del día y la tarde, cuando las sombras colmadas de las montañas alcanzaban la longitud correcta. Una tensión ronda las manos del cuerpo que ya dejaría de flotar entrando el amanecer. Sus ojos se dibujaban entre los ires y venires del agua en su marea con córneas blancas como la cal, y sus retinas castañas permanecían abiertas al extraño pasar de las voladuras de cabello que sumaban desastre al cuadro doloroso. No, no estaba muerto. Era una curiara tremebunda que veloz subía contra corriente y que poco tenía que ver con el solitario espectáculo. Habían moscas y una puerta verde de entrada silente. Aquellos árboles se movían al sonido del viento que silbaba una canción inteligible. El cuerpo tenía un alma todavía temerosa que temblaba de frío en el espectro de la curiara ya hundida. Habían recorrido la distancia larga de algo más de cinco años y al momento de la separación habían roto los lazos físicos. Era el colmo su visión chiquitica del mundo en que se convirtió su travesía. Los ramazos de la lluvia que llenó sus macundales, una cada vez más caliente morada, un estrecho espacio en su cerebro ocupado. Los recovecos de aquella bienvenida de monte se dibujaban con figuras humanas desenvainando vainas de hombres que esperan la presa perdida o deslumbrada. Hay una comezón en sus dedos. La sangre es un líquido denso que se diluye en su vida como el carato que acostumbraba a probar de vez en cuando en su infancia. Adulto pequeño se siente por momentos donde su alma regresa sin tocar su reflejo de agua que corre. Desaparece la curiaraespectro y comienza la tempestad del sereno que aparece en forma de niebla dispersa. El alma ve y advierte que lo que viene será distinto pero que no sabe qué será. La fantasía en su pelambre conceptualiza su estado. Cadáver viviente en medio de una resurrección no pedida. Hay – todavía – en las sombras que esperan la posición desafiante. Vente, vente, pa`metete tu coñazo. Has visto, se forma en cuclillas en el aire, acerca con una inclinación la cara a su cara y le dice que si ha visto. Estas vainas son de loco. El alma desaparece de repente y se convierten en corporeidad exacta y diminuta cuando los labios del cuerpo se mueven y determinan que los coñazos los da él. La mano se levanta y gotea, los dedos se mueven despacio para entirse vivos y revolotean el espacio que pierde iluminación a cada movimiento voluntario. Emerge el pecho en respiración bajo un suspiro laaaargo que atrapa aire del espacio del aire que toca con los dedos. Dónde están, pregunta para el alma que ya no le contesta como antes, alzada, envalentonada. Se mueven las ramas de los árboles que destacan más allá de la orilla desperdigada en arena y manchas negras. Ahora escurre del cielo que lo trajo al mundo un pocotón de agua que gotea. Siente frío. No levanta la cabeza que se mantiene agachada. Cuando levanta el rostro suena el cuello y los ojos se clavan fijo al frente de su humana intervención. Vuelve a moverse el verde flora que engaña con sus movimientos esporádicos. De la boca de aquel que resucitó sale el aliento que no silba ni suena. Se abre paso un cielo más azul. Los espectros tronaban una canción de revolcones de ideas y estropajos añejos de la historia que le debían decir algo que no escucharía. El paraíso es lejos, se sigue derecho y al llegar al precipicio se lanza uno y cae como en nubes de algodón. El asunto es tener las bolas para dar el salto o culminar temeroso en esa orilla que despreció hasta traspasarla.
José G. Maita
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