A propósito de una protesta de
los trabajadores del diario Nueva Prensa de Guayana, me atreví a preguntar a
los presentes si los periodistas estaban conscientes de que “son obreros”.
Ante las respuestas no quise
detenerme, pues el tiempo corría, y somos muchos sus esclavos. Pero la pregunta
la solté a ver, si entre tanto trajín alguien agarraba el hilo. Pero no ocurrió
así.
Siempre he pensado en eso: en la
condición OBRERA del periodista, así, comunista y todo. En nuestro país, y más
aún en nuestro estado, las empresas comunicacionales avivan aquello que es lo
que más ganancia les puede dar: la falta de conciencia de clase de un gremio
etéreo, aunque esencial para la sociedad.
Desde nuestras escuelas de
comunicación se nos enseña el culto al título, a esa personalidad de pergamino
impreso que dice lo que somos sin indagar más allá. Dentro de esa visión un
tanto chocante y mucho de elitista, se mueven todos unos profesionales que como
cachicamos hemos hecho un paraíso de la vida de hombres y mujeres que ven en la
comunicación un negocio.
Estas lapas del empresariado
venezolano, tergiversando el verdadero papel que un medio de comunicación debe
tener en la sociedad, han convertido el “negocio” de la noticia en un
cortaypegua inerme, incoloro y abstraído de un análisis propio de lo que
debería ser un periodista. Y echémosle la culpa al tiempo y a la escuela
norteamericana de la comunicación que logró con mucho éxito separar al
periodismo de la (buena) literatura. Y es que la literatura, como manifestación
artística que exalta el espíritu, genera un bicho crítico y acucioso al que el
tiempo pudiera saberle a ñoña, que desde la víscera explota un no me importa,
un derecho de propiedad sobre su intelecto y a la nota que redacta.
Periodistas regañados y golpeados
por años han sido las víctimas de una democracia que no termina de alcanzar
niveles tan peligrosos y necesarios como los generados en la Comuna del París,
hace ya un bojote de años. Y es que, justo en el séptimo semestre entendí que nuestra
labor en esta vida es la de brindarle herramientas al ciudadano para determinar
y asumir decisiones que pudieran tocar intereses mezquinos. Cuántas mafias,
cuántos negocios turbios, cuánta injusticia de mierda pudiera ser echada al
fuego por la palabra, no de uno, sino de varios periodistas dispuestos a
defender lo que es mejor para un colectivo. Pero a veces resulta, tal y como lo
explica Adorno, que la industria cultural entiende de forma más clara su poder
para controlar y dirigir.
El asunto en Guayana es de un
mundo no solo al revés, sino deforme y abstracto. Por un lado la prensa
regional atiborra la opinión pública atizando el fuego de las protestas de los
trabajadores de las Empresas Básicas que pelean por unos beneficios, que si
bien merecen, pudiéramos pensar qué van a hacer esos “obreros” con esos reales
(montar negocios en centros comerciales, viajes al exterior y otras inversiones
que muy poco tendrían que ver con reivindicaciones laborales originadas del
socialismo científico de Marx). Muchos de esos sacrificios del gobierno central,
que no ha podido sacar mucho de dichas empresas, van a parar a los negocios de
particulares donde estos trabajadores pagan por productos y servicios que un
profesional de la comunicación social ni soñando puede adquirir. Negocios a los
que están relacionados los dueños de la prensa.
Pero vienen unos trabajadores a
realizar una protesta en uno de los diarios más enturbiados de la región, por
los hilos dramáticos que tejen la vida y muerte del finado Gamarra, que de
santo no tenía un pelo, y la cosa se borra del mapa, no aparece, nunca ocurrió.
Y seguiré viendo colegas
“desprendidos”, alzando el puño al aire, gritando vivas a cualquier cosa que
sea dicha en contra de este régimen, mientras mira al otro lado cuando a su
gremio lo explotan, vejan y desprecian. Y emergerán como la espuma, y abrazarán
los pies del empresario dueño de la comunicación aquellos que arrastrados
supliquen por subir un poco más en la escala de “valores” en detrimento de sus
compañeros. Y, lo más seguro, sentirán orgullo ante sus posesiones adquiridas
bajo la conduerma cómplice de una clase política que en Guayana no llega más
allá del dólar y el siempre egoísta sentido de la luz en el rincón donde se
esconden. Y llorarán los que ante la sangre del suceso diario salpican de
carmesí las páginas de los diarios, mientras su seguridad, la seguridad de la
psique, la seguridad de la casa y el vestido, la seguridad de ser uno mismo a
pesar del adinerado transgresor de humanidades, la seguridad que da el no tener
miedo ante unas universidades que fabrican periodistas en serie para detrimento
de los que algo de orgullo tienen, pasa a un plano que ya no nos importa.
Ya no sé ni para qué me tomo la
molestia.
J. Gregorio Maita.
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