Las voces, tratadas con desatino, pocas veces han sido dispuestas a la malformación de expectativas, como el que dijera que esta es la mejor película de la historia del cine venezolano, como la libertad de quienes la ostentaron para quitarle la libertad a otros, como lo hizo Luis Alberto Lamata en este intento por encumbrar el relato de uno de los personajes más funestos de la historia venezolana, y que al mismo tiempo, tal y como lo reflejara el mismo protagonista, Juvel Vielma, fuera una cumbre puesta en la ficción.
José Tomás Boves es fascinante, desde cualquier punto donde se mire, y su historia, esa que narró con virtuosismo Francisco Herrera Luque en su novela “Boves, el Urogallo”, es una oda a la más honda raíz de lo que somos como venezolanos. Este libro reposa benigno en el rincón de la colección que formo con reverencia de este autor en mi humilde biblioteca, y pocas veces he recibido de una lectura tal excitación. Los elementos visuales y dramáticos plasmados en esas páginas rectangulares dan para uno de esos sueños que tengo como aspirante a cineasta. Esculpir a Boves en película debe ser, a mi entender, la experiencia más expedita y menos superficial en la historia del cine, me atrevería a decir, mundial. Este asturiano, antihéroe de la república que quiso fundar Bolívar y que por poco lo logra si no le hubiera atravesado el costado una lanza familiar, encierra en sí una paradoja tan grande, que ni el más prodigioso de los escritores habría imaginado.
Es el signo de Venezuela el tener las cosas de anteojo y dejarlas así, a la flojera natural, tal cual. “Taita Boves”, película muy a medias, es al igual que su protagonista, un reflejo del país en que vivimos: la concreta subutilización de todos los recursos que nos brinda el poder fílmico (en la parte de “poder fílmico”, coloque usted cualquier otra cosa). Lamata, aferrado al gimnasio non-creativo de la televisión, nos muestra un Boves apasionadamente interpretado por un actor que no tiene la culpa de rebajarse a un texto que subestima la oscuridad interior y avasallante de la novela de Herrera Luque. Una obra que nos presenta esa paradoja andante que buscaba un destino propio, muy lejos del rey de España o de las intenciones republicanas, un hombre hecho por sus enemigos cuyo apetito voraz despertó de los cimientos del odio extremo, de ese sudor irrespetado de las razas confabuladas entre sí para la puñalada trapera. Una obra de arte que no merecía el apuro de semejante desprecio.
La película de Lamata esconde, sin propósito alguno, aferrada casi en su totalidad a los planos medios, desentendida del expresionismo alemán que tanta belleza le ha brindado al cine, confundida con expresiones coloquiales propias del siglo XX y puestas al ruedo a principios del XIX, con cadáveres mamoplásticos en escena, la esencia misma de semejante obra maestra, tirada a un lado con la excusa pobre de la “interpretación libre”, que por un lado ofende, pues es ella la fuerza que corrompe, y por el otro salva pues no la suma a semejante liberación de purgatorio. Tenemos cien años intentando hacer cine, dijo Cabrujas. Este no es de los más cercanos.
J. Gregorio Maita
José Tomás Boves es fascinante, desde cualquier punto donde se mire, y su historia, esa que narró con virtuosismo Francisco Herrera Luque en su novela “Boves, el Urogallo”, es una oda a la más honda raíz de lo que somos como venezolanos. Este libro reposa benigno en el rincón de la colección que formo con reverencia de este autor en mi humilde biblioteca, y pocas veces he recibido de una lectura tal excitación. Los elementos visuales y dramáticos plasmados en esas páginas rectangulares dan para uno de esos sueños que tengo como aspirante a cineasta. Esculpir a Boves en película debe ser, a mi entender, la experiencia más expedita y menos superficial en la historia del cine, me atrevería a decir, mundial. Este asturiano, antihéroe de la república que quiso fundar Bolívar y que por poco lo logra si no le hubiera atravesado el costado una lanza familiar, encierra en sí una paradoja tan grande, que ni el más prodigioso de los escritores habría imaginado.
Es el signo de Venezuela el tener las cosas de anteojo y dejarlas así, a la flojera natural, tal cual. “Taita Boves”, película muy a medias, es al igual que su protagonista, un reflejo del país en que vivimos: la concreta subutilización de todos los recursos que nos brinda el poder fílmico (en la parte de “poder fílmico”, coloque usted cualquier otra cosa). Lamata, aferrado al gimnasio non-creativo de la televisión, nos muestra un Boves apasionadamente interpretado por un actor que no tiene la culpa de rebajarse a un texto que subestima la oscuridad interior y avasallante de la novela de Herrera Luque. Una obra que nos presenta esa paradoja andante que buscaba un destino propio, muy lejos del rey de España o de las intenciones republicanas, un hombre hecho por sus enemigos cuyo apetito voraz despertó de los cimientos del odio extremo, de ese sudor irrespetado de las razas confabuladas entre sí para la puñalada trapera. Una obra de arte que no merecía el apuro de semejante desprecio.
La película de Lamata esconde, sin propósito alguno, aferrada casi en su totalidad a los planos medios, desentendida del expresionismo alemán que tanta belleza le ha brindado al cine, confundida con expresiones coloquiales propias del siglo XX y puestas al ruedo a principios del XIX, con cadáveres mamoplásticos en escena, la esencia misma de semejante obra maestra, tirada a un lado con la excusa pobre de la “interpretación libre”, que por un lado ofende, pues es ella la fuerza que corrompe, y por el otro salva pues no la suma a semejante liberación de purgatorio. Tenemos cien años intentando hacer cine, dijo Cabrujas. Este no es de los más cercanos.
J. Gregorio Maita
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