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Violencia

El niño se sujetaba en la mirada perdida. Sus ojos grandes en controversia con su entorno parecían describir el ruido sinuoso de las olas y el choque con la orilla desnuda. Aquella pequeña expresión de un temporal autismo, de quizá un viaje lejano e imaginativo donde sus cachetes redondos como manzanas se sentaban a contemplar el aburrimiento. Ahora el sonido se intercambia por el verdor muerto de una cancha de tenis. En la esquina izquierda del lado pegado a una pared de hierba marchita el muchacho veía un cuadro de espanto. Una pelota de color cuasiflorescente desciende con estrépita velocidad cercana al borde válido, donde milésimas de segundo después cae sin remedio un jugador delgado que rebota contra el suelo en doloroso espectáculo. El intento perdido le da el punto al otro que se escucha reír a lo lejos. El caído golpea el puño contra el piso, se incorpora con lentitud, mientras mira pasar la redonda causa de su incrementada furia. Levanta la raqueta y la despedaza en un su deseo ferviente por destruir la pelota. Siendo inútil su esfuerzo se voltea y corre directo al lugar donde se supone está el otro jugador. Crece entonces el sonido de la pelea. En momentos se vuelve a ver al agresor siendo derribado en la misma esquina donde le naciera el sentimiento incontrolable, magullado por aquel cuya raqueta se ve doblada de tanto darle en la espalda y cabeza. Por fin al caer abatido continua el calenturiento machacar del ganador de la partida incluso después de que el otro dejara de moverse. De un lado de este cuadro preciso – el derecho – sale una mujer que en desespero saca un revolver y le dispara en la espalda al que golpea. Sólo así deja de golpear cayendo al piso en seco mortuorio. El niño no despierta. Es jalado por su madre que desesperada desea irse lo más rápido posible del lugar. Ahora corren y dejan a los otros dos en el charco rojo que con el verdor muerto del descolorido piso da la impresión de un marrón espeso. El sol pega en cenital.

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