Baba de perro
La vereda rodeada de bosque verde y húmedo, la raya de tierra en el medio. Una mirada da la luz que la claridad permite. Una puerta y el chasquido del viento, el sol y una grama muy verde al final del pasillo natural. La bajada conecta la visión con una casucha enterrada en un valle diminuto. Dos aguas de zinc grisáceo y un pórtico con piso de cemento. La puerta de madera azul – se notan las tablas alineadas – se abre. El día y el ambiente de claraboya. Una mujer lava los platos. Estruja, estruja. Sumerge la esponja roída en un envase de plástico blanco con boca ancha. La espuma se desborda. Repasa con la jabonosa intención los platos de acero inoxidable. Con rabia los coloca después del enjuague. Hay que esperar que se sequen.
-¿Y… ya es… tá lis… tt…o el des… a… yyu… no?
Un hombre con la cabeza de lado – las ideas pesan – apoyado su cuerpo entero en una silla de ruedas, tapa el ruido de la mujer en el lavaplatos con su pregunta necia.
-¿Será que te puedes esperar a que termine de lavar los platos que dejaste sucios ayer en la noche? Mojón de mierda.
-¿Pp… or… qu…é… s… se… ría?
No puede moverse con agilidad. Aquel accidente que lo dejó inútil. Apenas puede pronunciar palabras. Por eso sube las manos hasta donde puede. La fotografía de sus manos, enjutas, con uñas largas y sucias. Pierde la paciencia, llena el último plato que quedaba por lavar con agua y se lo echa encima. Se le acerca a la cara que pestañea temblorosa – fría agua de montaña jabonosa – y con un lento movimiento va abriendo sus fauces y descorcha el grito: ¡Aaaaahhhhhh!
-¡Estoy harta de ti y de tu invalidez de mierda! Me voy pal carajo. Espero que cuando regrese te hayas muerto de hambre.
Nunca iba tan lejos. Se iba por el pasillo por donde entramos a verlos y se sentaba en una roca. Buena cosa verla caminar, verla de espaldas. La piedra de grandes proporciones donde se podía percibir la carretera que la llevaba, mil kilómetros, al lugar donde soñaba vivir nuevamente. Respiraba profundo. Habían cenado maíz sancochado con un toque ínfimo de mantequilla. Entonces un crujir repentino le hizo voltear la cara.
-Señora. ¿Cómo está? Aquí le traigo el mercadito. ¿Su marido está en su casa? – un joven con un morral inmenso recorría con avidez el bosque para llevarle los encargos a los claustros hombres y mujeres que desvivían en aquel monte.
-Sí. Está en el rancho. ¿Tienes los cigarros allí?
-Sí, como no – el proceso de desmontarse el aparataje –. Los debo tener por aquí. Lo que pasa es que la señora que vive más arriba también compra de esa marca y como vengo de allá los saqué para darle a ella su broma porque está siempre pendiente de eso y se me fueron hasta el fondo. Ni siquiera revisa si el mercado le vino completo…
-Cuando los consigas me avisas – interrumpe -, mientras tanto - su dedo se apoya perpendicular en su boca – chito.
-Ok. Tenía tiempo que no escuchaba eso de…
Chito. Con el cigarro en la mano encima de la piedra el humo dibujaba figuras inteligibles en el aire. Echaba su cabeza hacia atrás, y la visión de la carretera se difuminaba en sus ojos con las formas de las nubes, y los tempranos rayos de sol mientras el muchacho se iba al rancho. Pensando ella quedaba, en el largo rato de silencio.
(…)
-Buenas.
La puerta sobre abierta. Un perro grande y noble masticaba. Mordía acostado en el piso de cemento del pórtico un hueso enorme y blanco. Rompía el hueso y tragaba. Crujía el hueso muriendo otra vez. Los ojos del animal se movieron sin ser seguidos por la cabeza. Apuntaron hacia arriba arrogantes, examinadores. Suelta el hueso por un momento, instante tenso. Su expresión seria hizo que el mandadero recortara los pasos, mientras pensaba en la voz del inválido que controlaba la bestia.
-Qu… ie… tto.
Sonríe sacando la lengua, parándose y moviendo la cola. Se acerca a las piernas del visitante y para oler sus pantalones.
-Buenas. ¿Cómo está señor? Mire. Aquí le traigo el encargo. Mejor se lo dejo en la mesa allá adentro.
Asienta con la cabeza como puede el señor. Apresurado el muchacho deja lo que vino a dejar y se va por la puerta de atrás. El perro es tranquilo, pero a la visita le inunda el pavor. El animal se acuesta cerca de la silla. Termina recogiendo los pedazos pequeños del hueso maltrecho a lengüetazos, aprovechando para limpiarse las patas delanteras.
El viento recorre por entre los árboles haciendo un chillido que se pierde por la acústica falsa del espacio abierto. Silencio que aturde. El sol se levanta y refleja su etéreo pudor sobre el vestido ligero y blanco de la mujer que fumaba su aliento, el último suspiro de la cola del cigarro aquel. Lo aprieta entre sus dedos y lo lanza. La colilla cae y desprende su luminiscencia con prendidas y apagadas diminutas, con puntos ardientes y un lazo delgado de humo que va regular despegando hasta que el viento que mueve los arboles lo separa de sí mismo. Ella camina más sosegada. Descalza patea la verde experiencia del suelo. En el andar roza sus manos con la falda larga. Hay una gracia particular, propia del descanso, del volar lejos y regresar para tomar el timón de la mierda otra vez. Volver a la vida de ella, para ella, es una vulgar cagada. Entra en la boca iluminada a centellazos por la mañana. La raya de tierra que marca ires y venires. Ella camina mientras una sensación ya vieja va con ella, viéndola de frente a prudente distancia, sin moverse toma su plano y lo dibuja a medida que avanza, como si saliera o entrara a un gran hocico verde. El hombre en la silla la ve de lejos y sonríe. “Se le pasó la arrechera”, le dijo un pajarito en el cerebro. Ella que se para frente a los escalones con la cabeza abajo. El que levanta la mano torcida. Ella que le dice al perro Sale, sale, y se sienta. El noble perro entra a la casa, se sienta en el pasillo. Levanta su rostro, toma aire, respira. El baja la mano preguntándose para qué coño la levantó.
-Me voy Eloy. Me voy pal carajo esperando no verte nunca más – ni lo mira, sólo ve el cielo y el suave contoneo de las ramas de los árboles -. Sabes que me puse a recordar todas las veces que vinimos para acá. Cuando la carretera estaba vuelta mierda con el pocotón de huecos. Cuando te conseguiste al que era compadre tuyo en la alcabala aquella del kilómetro no sé qué… Yo me acuerdo de esas cosas y cuando me despierto y veo toda esta vaina lo que me provoca es gritar – ahora voltea y lo mira – y eso es lo que hago contigo cada vez que me acuerdo de todo lo que fue, y cuando me despierto es que me doy cuenta que aquello que fue no será jamás, y no puedo evitar pensar que fue por culpa tuya – vuelve a su magnánima postura original -. Los cabrones de tus amigos y las muchachitas esas que yo sé que te cogías cuando me iba para la casa de mi mamá, pero créeme que eso es lo que menos me importa. Qué más quisiera yo que el bicho te funcionara. Ya que no tenemos televisión ni teniéndola- encoge los hombros -, por lo menos uno mataría la ladilla echando uno de vez en cuando – se encorva hacia delante, habla en voz alta reflexionando para sí -. Tus amigos perros. Eran unos desgraciados y te lo dije. Más de una vez te dije que dejaras de juntarte con esas mierdas, que no valían la pena. Tú si chico. Eras lo mejor de mi vida y ahora eres lo peor. Me quedé pensando claramente cuando veníamos para acá y tú caminabas por el pasillo ese con el morralote que nos compramos en Caracas en la tienda donde vendían todas esas vainas pa` la montaña – llora, solo un poco, pero llora. Silencio corto -. Viste la vaina chamo. ¿Cuándo coño me iba a poner yo a llorar o a gritar como una pendeja? No joda Eloy. Yo sé que de repente tú no eres el que quiso todo esto, pero te lo buscaste chamo – se levanta, se voltea; su falda dibujó una circunferencia en el aire -. Dime tú si esta vaina no es una estupidez. Tú papá se murió en un accidente, por borracho. Tú mamá se murió de una cirrosis hepática, por borracha también. ¿No eres tú un gran cabeza de ñame cuando te metes en el papel de borracho? Mira como quedaste. ¡Como un inútil! Ni siquiera puedes sostener una botella chico – se acerca a su cara, por el lado donde el peso de la cabeza de Eloy no se deja caer -. Estoy cansada de limpiarte la mierda. Estoy cansada de cambiarte los pañales. Estoy aburrida, escúchame bien, de esperar a que un pata en el suelo venga a traerme los cigarros una vez a la semana. El día en que le dé una vaina a ese carajito nos jodimos – se levanta mirando a Eloy hacia abajo -. Estoy harta de tu perro. El último vestigio de tu gloria.
Eloy articula algo inteligible. Trata de esforzarse. La boca apretada y el cuello que puja para levantar el armatoste. Pronuncia Eloy la última palabra.
-¡GO!
De las sombras del pasillo salta el animal sobre la hembra que pelea por instantes, hasta que después su lucha cesa y la sustituyen los gruñidos frente a la escalera del pórtico, en el suelo verde. Una mirada de la cola puntiaguda se va metiendo a la casa. Era hora de irse.
La vereda rodeada de bosque verde y húmedo, la raya de tierra en el medio. Una mirada da la luz que la claridad permite. Una puerta y el chasquido del viento, el sol y una grama muy verde al final del pasillo natural. La bajada conecta la visión con una casucha enterrada en un valle diminuto. Dos aguas de zinc grisáceo y un pórtico con piso de cemento. La puerta de madera azul – se notan las tablas alineadas – se abre. El día y el ambiente de claraboya. Una mujer lava los platos. Estruja, estruja. Sumerge la esponja roída en un envase de plástico blanco con boca ancha. La espuma se desborda. Repasa con la jabonosa intención los platos de acero inoxidable. Con rabia los coloca después del enjuague. Hay que esperar que se sequen.
-¿Y… ya es… tá lis… tt…o el des… a… yyu… no?
Un hombre con la cabeza de lado – las ideas pesan – apoyado su cuerpo entero en una silla de ruedas, tapa el ruido de la mujer en el lavaplatos con su pregunta necia.
-¿Será que te puedes esperar a que termine de lavar los platos que dejaste sucios ayer en la noche? Mojón de mierda.
-¿Pp… or… qu…é… s… se… ría?
No puede moverse con agilidad. Aquel accidente que lo dejó inútil. Apenas puede pronunciar palabras. Por eso sube las manos hasta donde puede. La fotografía de sus manos, enjutas, con uñas largas y sucias. Pierde la paciencia, llena el último plato que quedaba por lavar con agua y se lo echa encima. Se le acerca a la cara que pestañea temblorosa – fría agua de montaña jabonosa – y con un lento movimiento va abriendo sus fauces y descorcha el grito: ¡Aaaaahhhhhh!
-¡Estoy harta de ti y de tu invalidez de mierda! Me voy pal carajo. Espero que cuando regrese te hayas muerto de hambre.
Nunca iba tan lejos. Se iba por el pasillo por donde entramos a verlos y se sentaba en una roca. Buena cosa verla caminar, verla de espaldas. La piedra de grandes proporciones donde se podía percibir la carretera que la llevaba, mil kilómetros, al lugar donde soñaba vivir nuevamente. Respiraba profundo. Habían cenado maíz sancochado con un toque ínfimo de mantequilla. Entonces un crujir repentino le hizo voltear la cara.
-Señora. ¿Cómo está? Aquí le traigo el mercadito. ¿Su marido está en su casa? – un joven con un morral inmenso recorría con avidez el bosque para llevarle los encargos a los claustros hombres y mujeres que desvivían en aquel monte.
-Sí. Está en el rancho. ¿Tienes los cigarros allí?
-Sí, como no – el proceso de desmontarse el aparataje –. Los debo tener por aquí. Lo que pasa es que la señora que vive más arriba también compra de esa marca y como vengo de allá los saqué para darle a ella su broma porque está siempre pendiente de eso y se me fueron hasta el fondo. Ni siquiera revisa si el mercado le vino completo…
-Cuando los consigas me avisas – interrumpe -, mientras tanto - su dedo se apoya perpendicular en su boca – chito.
-Ok. Tenía tiempo que no escuchaba eso de…
Chito. Con el cigarro en la mano encima de la piedra el humo dibujaba figuras inteligibles en el aire. Echaba su cabeza hacia atrás, y la visión de la carretera se difuminaba en sus ojos con las formas de las nubes, y los tempranos rayos de sol mientras el muchacho se iba al rancho. Pensando ella quedaba, en el largo rato de silencio.
(…)
-Buenas.
La puerta sobre abierta. Un perro grande y noble masticaba. Mordía acostado en el piso de cemento del pórtico un hueso enorme y blanco. Rompía el hueso y tragaba. Crujía el hueso muriendo otra vez. Los ojos del animal se movieron sin ser seguidos por la cabeza. Apuntaron hacia arriba arrogantes, examinadores. Suelta el hueso por un momento, instante tenso. Su expresión seria hizo que el mandadero recortara los pasos, mientras pensaba en la voz del inválido que controlaba la bestia.
-Qu… ie… tto.
Sonríe sacando la lengua, parándose y moviendo la cola. Se acerca a las piernas del visitante y para oler sus pantalones.
-Buenas. ¿Cómo está señor? Mire. Aquí le traigo el encargo. Mejor se lo dejo en la mesa allá adentro.
Asienta con la cabeza como puede el señor. Apresurado el muchacho deja lo que vino a dejar y se va por la puerta de atrás. El perro es tranquilo, pero a la visita le inunda el pavor. El animal se acuesta cerca de la silla. Termina recogiendo los pedazos pequeños del hueso maltrecho a lengüetazos, aprovechando para limpiarse las patas delanteras.
El viento recorre por entre los árboles haciendo un chillido que se pierde por la acústica falsa del espacio abierto. Silencio que aturde. El sol se levanta y refleja su etéreo pudor sobre el vestido ligero y blanco de la mujer que fumaba su aliento, el último suspiro de la cola del cigarro aquel. Lo aprieta entre sus dedos y lo lanza. La colilla cae y desprende su luminiscencia con prendidas y apagadas diminutas, con puntos ardientes y un lazo delgado de humo que va regular despegando hasta que el viento que mueve los arboles lo separa de sí mismo. Ella camina más sosegada. Descalza patea la verde experiencia del suelo. En el andar roza sus manos con la falda larga. Hay una gracia particular, propia del descanso, del volar lejos y regresar para tomar el timón de la mierda otra vez. Volver a la vida de ella, para ella, es una vulgar cagada. Entra en la boca iluminada a centellazos por la mañana. La raya de tierra que marca ires y venires. Ella camina mientras una sensación ya vieja va con ella, viéndola de frente a prudente distancia, sin moverse toma su plano y lo dibuja a medida que avanza, como si saliera o entrara a un gran hocico verde. El hombre en la silla la ve de lejos y sonríe. “Se le pasó la arrechera”, le dijo un pajarito en el cerebro. Ella que se para frente a los escalones con la cabeza abajo. El que levanta la mano torcida. Ella que le dice al perro Sale, sale, y se sienta. El noble perro entra a la casa, se sienta en el pasillo. Levanta su rostro, toma aire, respira. El baja la mano preguntándose para qué coño la levantó.
-Me voy Eloy. Me voy pal carajo esperando no verte nunca más – ni lo mira, sólo ve el cielo y el suave contoneo de las ramas de los árboles -. Sabes que me puse a recordar todas las veces que vinimos para acá. Cuando la carretera estaba vuelta mierda con el pocotón de huecos. Cuando te conseguiste al que era compadre tuyo en la alcabala aquella del kilómetro no sé qué… Yo me acuerdo de esas cosas y cuando me despierto y veo toda esta vaina lo que me provoca es gritar – ahora voltea y lo mira – y eso es lo que hago contigo cada vez que me acuerdo de todo lo que fue, y cuando me despierto es que me doy cuenta que aquello que fue no será jamás, y no puedo evitar pensar que fue por culpa tuya – vuelve a su magnánima postura original -. Los cabrones de tus amigos y las muchachitas esas que yo sé que te cogías cuando me iba para la casa de mi mamá, pero créeme que eso es lo que menos me importa. Qué más quisiera yo que el bicho te funcionara. Ya que no tenemos televisión ni teniéndola- encoge los hombros -, por lo menos uno mataría la ladilla echando uno de vez en cuando – se encorva hacia delante, habla en voz alta reflexionando para sí -. Tus amigos perros. Eran unos desgraciados y te lo dije. Más de una vez te dije que dejaras de juntarte con esas mierdas, que no valían la pena. Tú si chico. Eras lo mejor de mi vida y ahora eres lo peor. Me quedé pensando claramente cuando veníamos para acá y tú caminabas por el pasillo ese con el morralote que nos compramos en Caracas en la tienda donde vendían todas esas vainas pa` la montaña – llora, solo un poco, pero llora. Silencio corto -. Viste la vaina chamo. ¿Cuándo coño me iba a poner yo a llorar o a gritar como una pendeja? No joda Eloy. Yo sé que de repente tú no eres el que quiso todo esto, pero te lo buscaste chamo – se levanta, se voltea; su falda dibujó una circunferencia en el aire -. Dime tú si esta vaina no es una estupidez. Tú papá se murió en un accidente, por borracho. Tú mamá se murió de una cirrosis hepática, por borracha también. ¿No eres tú un gran cabeza de ñame cuando te metes en el papel de borracho? Mira como quedaste. ¡Como un inútil! Ni siquiera puedes sostener una botella chico – se acerca a su cara, por el lado donde el peso de la cabeza de Eloy no se deja caer -. Estoy cansada de limpiarte la mierda. Estoy cansada de cambiarte los pañales. Estoy aburrida, escúchame bien, de esperar a que un pata en el suelo venga a traerme los cigarros una vez a la semana. El día en que le dé una vaina a ese carajito nos jodimos – se levanta mirando a Eloy hacia abajo -. Estoy harta de tu perro. El último vestigio de tu gloria.
Eloy articula algo inteligible. Trata de esforzarse. La boca apretada y el cuello que puja para levantar el armatoste. Pronuncia Eloy la última palabra.
-¡GO!
De las sombras del pasillo salta el animal sobre la hembra que pelea por instantes, hasta que después su lucha cesa y la sustituyen los gruñidos frente a la escalera del pórtico, en el suelo verde. Una mirada de la cola puntiaguda se va metiendo a la casa. Era hora de irse.
José G. Maita
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