Alguna vez se me ocurrió una idea. Llevarla a práctica por mis propios medios era, más que ilusorio, una completa locura neandertal. Hacerla entre varios equilibraba la cosa en el sentido amorfo de la distribución de la locura y la pena del ridículo. Guayana, conformada ayer y hoy por trovadores del cabizbajo modelo de la economía de puerto, no ha encontrado mayor estimulación económica que el de la actividad minera. Por eso, el tan sólo ocurrírseme semejante cuestión de una cinemateca para esta ciudad, en la que habita casi el 70 por ciento de la población del estado Bolívar, implicaba ya un riesgo arrollador, y considerando mi carácter atropellado no podría tener más dignidad conmigo mismo que indagar. En lo cochino de la respuesta veo el trasfondo de la realidad cultural de mi país, adquirida ya la personalidad de la dejadez y el desencanto. Al encargado de esos menesteres le asomo la sugerencia, y su respuesta no fue otra que asumir que como eso existía en Ciudad Bolívar – que ti