a María Fernanda por su nacimiento
Trinaba el óxido de la ventana saliente y azul, marcada con los bordes de las cortinas deformes que una vez ocuparon frente a ella un humilde espacio, bamboleante como queriendo decir “no”, descansaba en sus bisagras taciturnas los tactos del tiempo rancio, añejo, pareciendo esperar que el ruido de su tortuoso óxido las callase de una vez, para así evitar el trino altisonante del desgaste. Crujía a su derecha, siguiendo el compás molesto, la vieja y olvidada mecedora compacta que parecía bailar sobre sus vaivenes después de repetir su función desechada desde los primeros años. Encontrábase de frente al pasillo oblongo de paredes estrechas y mohosas, cuya pintura caía sola al rozar del viento, formando una uniforme alfombra compacta, olor a cal y humedad, a lo largo de su manchado piso de terracota. Más allá del fondo despedíase el aroma desproporcionado de la candela, bajo el fogón, encima del budare, para la solitaria arepa vespertina de costum