Victoria amaneció igual, tal y como había amanecido en los últimos cuatro días. Hablaba pausado como en delirios de fiebre y a pesar de mostrarse cariñosa y reír de las gracias de Santiago o los mimos ridículos de su baboso padre, permanecía en un limbo ya preocupante por el avanzado tratamiento. Este asunto de ser padre ya lo teníamos memorizado, con las correderas a los centros de salud disponibles según el horario, las colas, y el dinero del bolsillo, que como no era mucho parábamos a los mismos lugares cotidianos, donde la herencia genética de mi querida Patricia tomaría a mis dos amores por la garganta, azotándolos con las amígdalas. Admitimos que era rutina eso de de vez en cuando ir a parar a las colas, al nido de las enfermeras arpías que atienden a la gente como pensando en otra cosa menos en la mística profesional, o de aquellos doctores o doctoras venezolanos o venezolanas que pareciera dejaran la paciencia olvidada en algún sitio desierto, sin preocuparse por volverla a bus