El niño se sujetaba en la mirada perdida. Sus ojos grandes en controversia con su entorno parecían describir el ruido sinuoso de las olas y el choque con la orilla desnuda. Aquella pequeña expresión de un temporal autismo, de quizá un viaje lejano e imaginativo donde sus cachetes redondos como manzanas se sentaban a contemplar el aburrimiento. Ahora el sonido se intercambia por el verdor muerto de una cancha de tenis. En la esquina izquierda del lado pegado a una pared de hierba marchita el muchacho veía un cuadro de espanto. Una pelota de color cuasiflorescente desciende con estrépita velocidad cercana al borde válido, donde milésimas de segundo después cae sin remedio un jugador delgado que rebota contra el suelo en doloroso espectáculo. El intento perdido le da el punto al otro que se escucha reír a lo lejos. El caído golpea el puño contra el piso, se incorpora con lentitud, mientras mira pasar la redonda causa de su incrementada furia. Levanta la raqueta y la despedaza en un su des